Las medidas avergonzantes y la dignidad humana
La propuesta del presidente de la Comunidad de Castilla-La Mancha de hacer públicos los nombres de los condenados por maltratar a las mujeres para su "escarnio y vergüenza" es, sin duda alguna, una medida novedosa en nuestras prácticas jurídicas. El uso de la vergüenza como medida sancionatoria no es tan novedosa en EE UU donde desde hace aproximadamente dos décadas se ha asistido a un renacimiento de los "castigos avergonzantes" aplicados a unos determinados delitos y tipología de delincuentes. Es especialmente sorprendente observar cómo los jueces norteamericanos han hecho un especial uso de la vergüenza en el establecimiento de las condiciones para obtener la libertad condicional. Así por ejemplo, están las medidas que persiguen la estigmatización del condenado: algunos ayuntamientos publican los nombres de los ofensores en periódicos, en Internet, en boletines oficiales o en programas de televisión (el jueves 31 de diciembre de 1998 aparecía esta noticia en EL PAÍS: "Virginia publica en Internet una lista de 4.600 delincuentes sexuales"). Otra modalidad son las medidas que proceden a una estigmatización literal, esto es, que el delincuente sufra la estampación de algún tipo de marca o símbolo que invite a la degradación pública y, eventualmente, al ridículo: algunos jóvenes son obligados a llevar camisetas en las que aparece enunciado el delito o falta que han cometido ("Estoy en libertad vigilada por hurto"), a portar brazaletes brillantes con el mismo tipo de frases, a soportar símbolos estigmatizantes en los coches (por ejemplo, a los condenados por conducir en estado de embriaguez se les obliga a llevar una matrícula en la que aparece de nuevo el mismo tipo de rótulo), a llevar en la suela de los zapatos una tapa metálica de manera que suene cuando camina y así, pueda ser reconocido por el resto de la ciudadanía; y por último, también es frecuente que se coloquen los signos que evidencian la comisión de un delito en la fachada de la casa del infractor.Una segunda variante son las medidas que promueven la autodegradación: las ceremonias o rituales que de manera pública degradan al delincuente. Así un condenado puede ser obligado a permitir que sus víctimas entren en su casa y curioseen y remuevan lo que a ellos les parezca, a limpiar las calles de la ciudad o a permitir que la víctima de un acoso sexual le escupa en la cara.
Por último, están las medidas que pretenden el arrepentimiento del delincuente. Entre ellas destacan las que le obligan a hacer públicas sus propias convicciones, a describir sus delitos en primera persona o a pedir perdón de rodillas ante la víctima.
Las causas de la reaparición de este tipo de castigos son fácilmente imaginables: la saturación carcelaria y su alto coste económico, pero sobre todo, la percepción de que la prisión no es eficaz respecto de dos de los fines tradicionales del castigo, esto es, la prevención y la rehabilitación.
Han sido muchos los problemas que, particularmente en EE UU, se han discutido en torno a estas medidas. Obviaré los problemas más estrictamente técnico-jurídicos, para centrarme en el debate acerca de su adecuación moral y constitucional. Los más firmes defensores de estos castigos han apoyado su establecimiento en argumentos de carácter económico (son mucho más baratas que la cárcel), de eficacia (en los delitos a los que se aplican parece que promueven una mayor disuasión entre los potenciales infractores y un menor índice de reincidencia). Y frente a la acusación de que pueden afectar a la dignidad humana debido a la crueldad o degradación que infligen al condenado, responden que, en todo caso, no sería mayor que la sufren los condenados en la cárcel. Muestra de ello es que los delincuentes a los que se les da la oportunidad de elegir entre la prisión y las medidas avergonzantes optan mayoritariamente por estas últimas.
Aunque todos estos argumentos merecen una discusión específica y con profundidad, no cabe duda de que desde un punto de vista jurídico-constitucional el asunto a debatir es si estas medidas afectan a la dignidad humana, o en otras palabras, si constituyen un trato cruel o degradante. La falta de delimitación conceptual de estos términos hace difícil resolver la cuestión. Sin embargo, apuntaré a un argumento en contra del establecimiento de las medidas avergonzantes.
Es dudoso que, como dicen algunos defensores de estas medidas, la cárcel pueda ser más degradante y cruel con los condenados que los procesos de avergonzamiento. También es discutible su eficacia. En cualquier caso, la constatación de estos efectos es una cuestión a delimitar empíricamente y por ello, no me parece adecuado asumir una posición a favor o en contra apriorísticamente. No obstante, es relevante establecer una distinción entre la sanción carcelaria y las medidas avergonzantes que, en mi opinión tiene relevancia moral. El encarcelamiento de una persona supone como resultado la privación de libertad. Que como consecuencia de ello el individuo pueda sentirse degradado socialmente es algo colateral, que no forma necesariamente parte de la definición de encarcelamiento. Es por ello, útil distinguir entre la cárcel como institución y las condiciones concretas y contextuales en que puede llevarse a cabo el encarcelamiento en algunas sociedades.
En cambio, cuando el Estado establece estas medidas colocando al individuo en una situación que una determinada sociedad se entiende como avergonzante, entonces la degradación no es una consecuencia colateral sino que es su resultado, porque precisamente la vergüenza es una experiencia en la que el sujeto se siente inferior, excluido o abandonado del grupo social. Y es aquí donde creo que está la razón para rechazar estas medidas en un Estado de Derecho preocupado por la protección de la dignidad humana, incluso la de los individuos que han delinquido: ¿estamos dispuestos a justificar que desde el Estado se promuevan medidas que degraden a algunos seres humanos?
José Luis Pérez Triviño es profesor de Filosofía del Derecho en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.
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