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Tribuna:48º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
Tribuna
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La insolencia del talento

Me contaron o leí en alguna parte (y no sé si es cierto, pero lo parece y como tal lo tomo) que el novelista norteamericano John Irving, escritor de Las normas de la casa de la sidra, cuya conversión en película valió a Michael Caine hace unos meses uno de esos raros oscar que (como el que antes obtuvo con Hannah y sus hermanas) nadie discute, escribió un libro motivado por las perplejidades profesionales a que le condujo su conversión en guionista, pero también movido por la sorda, comprensible pero inconfesable, irritación que le causó la inmensa ganancia en concisión, hondura, gracia y precisión que el personaje del médico abortista de su novela obtuvo de golpe al incorporarse al gesto de Michael Caine, que se adueñó de él con tanta verdad y facilidad que, una vez incorporado a su rostro el rostro del personaje, éste más parece invención suya que de quien lo inventó.Hay algo irritante en que un tan concienzudo escritor como John Irving se pase una década larga dando mimos, primero a la forma y luego al pulimento de ésta con lija de seda y de paciencia, a las arrugas de papel de un tan rico y complejo personaje para que más tarde, un mal día, cierto insolente actor inglés le dé la vuelta como a una tortilla a medio hacer y multiplique la consistencia de su revés con sólo un par de toques de ironía y de carnalidad. No hay color en un cotejo entre el personaje deducido de la lenta lectura con lupa de la novela de John Irving y el reinventado en un golpe torrencial por la imaginación gestual de Michael Caine. Éste barrió del mapa de la inventiva, en un par de semanas de refrescante ducha de luz de focos, los diez o quince años de encaje de bolillos que pasó Irving durante su agotadora luna de miel con el tintero del que sacó Las normas de la casa de la sidra.

Otra irritación de otro tipo, y no menos justificada, debe causarle, si no tiene sobredosis de humildad, al director inglés John Irvin, casi un calco del nombre del novelista, que su esforzado trabajo en la película Shiner -proyectada ayer en San Sebastián- sea una oquedad sólo sostenida por la sutil y sin embargo rocosa presencia de Caine, a quien le basta entrar en el campo de la cámara para convertir la pantalla en un territorio exclusivamente suyo. Ayer, el actor londinense reverdeció rincones de sus hermosas incursiones en Alfie, El hombre que pudo reinar y Dulce libertad. Fue el prodigioso histrión dominado de siempre, ahora (como otras muchas veces: conoce bien el embolado) metido dentro de una película común y corriente que le viene estrecha a su enorme talla artística pero de la que no obstante saca chispas de genio con el filo sesgado de su pedernal. Y la pequeña película crece vertiginosamente cuando Caine, hacia el final, se crece.

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