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Hacia otra Euskadi

Antonio Elorza

A pesar de las dosis de borroka que por desgracia las acompañan con excesiva frecuencia, las fiestas de verano en los pueblos vascos no suelen suscitar el comentario político. Incluso cuando surgen incidentes como los que han rodeado este año al alarde de Hondarribia, lo habitual es su tratamiento dentro de la crónica social, al margen de unos acontecimientos políticos con los que en apariencia nada tienen que ver. Es ésta, sin duda, una considereción errónea.Conviene mirar hacia atrás, a los primeros tiempos de la transición, hace 24 años, cuando el titibiliti, la musiquilla de las fiestas de Hondarribia, se vio sofocado por los disparos de las fuerzas del orden franquistas que acabaron con la vida de un joven junto a la preciosa casa que entonces albergaba un negocio de brocante nombrado en el honor del petirrojo, txantxangorri. Lo que siguió fue una impresionante demostración de duelo y de unión entre los ciudadanos. Hasta la playa quedó vacía, presidida por tres banderas rojas. Un curioso tipo, comunista, católico y remero de la trainera local, improvisó una especie de altarcillo en el lugar de la muerte, con una vela colocada sobre una ikurriña. La gente se congregó allí en silencio. Del dolor nacía la cohesión democrática, con los colores vascos. Eran los días de interminables conversaciones en casa de José Ramón y de María Teresa sobre el papel de la izquierda y el futuro democrático vasco.

Han sido otras causas las que han sofocado el titibiliti gozoso este año, siguiendo la estela de alardes anteriores. Bajo las órdenes del inefable señor Balza, la policía, ahora vasca, fue incapaz de asegurar el derecho de las mujeres de la ciudad a desfilar sin tener que disfrazarse de cantineras. El Alarde dejó de ser temporalmente el símbolo festivo de la defensa de las libertades ciudadanas, para convertirse en metáfora de una sociedad vasca en cuyo interior, en todo un sector de la población, anidan bajo la normalidad en la vida cotidiana, cultivadas y reproducidas desde ideologías políticas, del antiguo carlismo al nacionalismo vasco, formas de control social, de violencia y de xenofobia previas a la modernidad. Sin las citadas ideologías arcaizantes no hubiera tenido lugar la transmisión de los rituales y las formas de violencia que sitúa por encima del tiempo, marginando la historia, Joseba Zulaika en su conocido libro. Una vez consolidadas, y en ocasiones sacralizadas, aquellas pautas de comportamiento premodernas, se encuentran listas para saltar por encima de todo respeto al individuo y a los derechos humanos. Lo que los psicólogos sociales denominan el "efecto mayoría" hará el resto. Sin esa continuidad que calificaríamos de perversa, fenómenos como el arraigo social de HB y el carácter que asume, incluido el respaldo al terrorismo legitimado por su condición patriótica, resultarían ininteligibles.

En Hondarribia, los betikos, aquellos que querían mantener a palos la fiesta "de siempre", posiblemente en su mayoría gente del todo normal en la vida cotidiana, han dado toda una lección de cómo ejercer una discriminación. En una tarde de ensayos de la compañía mixta antes del desfile, cercaron a las ocho el local donde había incluso niños y mantuvieron el acoso hasta casi las tres de la madrugada, sin intervención alguna de la Ertzaintza. Secuestro temporal que sirve para transmitirles la idea de que ellos, la comunidad autodefinida como tradicional, detentan el poder en el pueblo y se encuentran dispuestos a ejercer la violencia sobre quienes han violado el orden y por ello deben ser expulsados.

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Nada cuenta el valor de la libertad, ni la igualdad de derechos entre los sexos; los infractores son los otros, y por eso reciben el calificativo que marca la exclusión: "¡Españoles!". "Exigís que nos vayamos del pueblo para no contaminar vuestra pureza", protesta una mujer de la compañía mixta, haciéndonos entrar en el infierno sabiniano de la limpieza de sangre. Pero no nos hagamos ilusiones: entre los defensores de los "mixtos" de la llamada izquierda abertzale las cosas no cambian. A la acusación de ser ellos los españoles, responden proclamando que los betikos son los verdaderos españoles. ¿Prueba concluyente? "Es de betikos la tienda de la María, en la que le gusta comprar vainas a una madrileña que veranea en mi vecindad". ¡Y en detrimento del pueblo le vende las mejores judías verdes a la madrileña! ¿Qué mejor prueba de traición a la patria? Estamos, pues, ante una situación de vigilancia generalizada, control y descalificación del otro, en suma irracionalismo que acaba justificando la violencia.

Es la misma mentalidad desde la que Arnaldo Otegi lanza su acusación mortífera contra los periodistas al servicio del Estado. Una maniobra de la población se autodesigna como comunidad originaria y sacraliza sus objetivos políticos de modo que aquél que no los comparta debe ser arrojado a las tinieblas exteriores y, en el extremo, eliminado. Los valores y los planteamientos políticos propios de la democracia resultan ignorados, pues la vía democrática no sirve de cauce a aquellos fines. Pura y simplemente, en elecciones limpias, sin los mecanismos de presión y sustitución puestos en marcha desde Lizarra (ejemplo, la Udalbiltza), el sueño de la Gran Euskal Herria es inalcanzable. Sobrevienen entonces la intimidación y el terror, legitimados desde una religión política de la violencia. Incluso en esta espiral de la sinrazón, que nada tiene que ver con la de Vázquez Montalbán, los demócratas más sinceros y probados acaban siendo los enemigos a abatir. Sobre el telón de fondo de la eliminación de los representantes PP. La lista de crímenes, de Buesa al fallido atentado contra Recalde, confirma esa deriva siniestra. Son actos de barbarie, pero no carentes de sentido desde la perspectiva de ETA y de HB. El enemigo a destruir es la democracia. Éste y no otro es el auténtico "problema vasco".

No es, pues, cuestión de un "contencioso vasco" montado sobre los decorados posrománticos de Sabino Arana, por mucha gente que se crea el invento, ni de respetar la voluntad de los habitantes de Euskal Herria que puede ser evaluada, elección a elección, encuesta a encuesta, con una posición nacionalista quizá ligeramente mayoritaria en la CAV, minoritaria en Navarra e irrisoria en Iparralde, y más claramente aún al abordar la opción de una independencia que incluso en los dominios de Ibarretxe no supera el 30%. El "deja que me vaya" que el país vasconavarro expresaba recientemente en un dibujo de Máximo es, pues, un sinsentido. Y, en fin, si está en peligro la construcción nacional vasca, incluso la articulación cada vez más estrecha de los siete "territorios históricos", es precisamente por el peso de la violencia y de un imaginario absurdo que bloquea esa deseable aproximación entre todos los vascos y les sitúa en las dos orillas enfrentadas que ya definiera Sabino.

A pesar de ETA y de las mal

formaciones heredadas del sabinianismo por los partidos nacionalistas democráticos, los 20 años de Estatuto han registrado el mayor avance de esa misma construcción nacional en toda la historia vasca. Sería catastrófico ver, al modo de Jon Juaristi, en la actual defensa de la democracia un pretexto para combatir el nacionalismo vasco. Tenemos el mayor grado de autogobierno de que disfrute una minoría nacional en Europa, práctica soberanía financiera más amenazada desde Bruselas que desde Madrid, competencias culturales que permiten el pleno desarrollo de la versión nacionalista, y de los contenidos nacionales, aspectos no siempre coincidentes, de la cultura vasca (frente al mito de la txalaparta está la verdad de Chillida), la recuperación del euskera, una simbología propia al servicio de las señas de identidad nacionales. Todo ello en un marco de recuperación económica que debiera animar a todos los vascos a sostener el esfuerzo dentro de una normativa democrática, encarnada por el Estatuto, sin excluir que a largo plazo, como fruto de ese desarrollo, se dé una mayoría por la independencia sin presiones ni intimidación tipo Lizarra. A la defensa de tales planteamientos suele llamarse, desde los campos abertzale y equidistante, "rigidez", considerando curiosamente flexibles e inclinados al diálogo a quienes se sitúan en la constelación de la violencia. Ciertamente, hay que evocar la rigidez, pero en el sentido de resistencia democrática ante la amenaza bien real de un nacionalsocialismo terrorista cuya brutalidad en las ideas y en los hechos apenas encuentra otros parientes en Europa que los practicantes serbios y croatas de la limpieza étnica. Rigidez también en mantener que el auténtico vasquismo, no el de los "de siempre" inventado hace unas décadas, es indisociable de la democracia. De ahí que la manifestación convocada para hoy no tenga un carácter defensivo, sino de afirmación. Decir no a ETA es hoy decir sí a Euskadi.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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