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Sin tiempo para el noviazgo

Una de las razones de los diputados del PP para votar contra la proposición de ley socialista sobre las parejas de hecho fue -el martes- que fijar sólo seis meses de convivencia para la totalidad de los reconocimientos legales supondría acabar con el noviazgo, nada menos. Cuando el noviazgo, representa, según ha enseñado la tradición moral, el primero y capital pasaje probatorio de un vínculo amoroso, tal como si ese periodo, al fraguar, actuara de cimentación contra los vendavales que azotarán después la edificación casera.El hogar, tanto por dentro como por fuera, en su noción de vivienda como en su acepción sentimental, se presentó en la historia de las costumbres como un pleno ejercicio de arquitectura. Las uniones se forjaban lentamente, se apoyaban sobre pilares de respeto o comprensión mutuas y se alzaban como una fortaleza. Mientras la casa iba avanzando en las afueras, a manos de los obreros, los novios se afanaban en la meticulosa albañilería interior. De esta manera, los cónyuges se veían, al fin, aglomerados en un mismo destino que, salvo la muerte, no conocería solución.

De tal conglomerado bien fraguado, procedería la familia y, con la misma inspiración constructiva, se determinaban los allegados, los descendientes, las geologías y las geografías y las particularidades dinásticas. Efectivamete, dentro de esos laberintos de relaciones y parentelas bien trabadas no se podía ser de una simple pareja de hecho sino sólo un pareja de derechos, con delimitaciones y deberes que afectaban al ensamblaje total.

Hoy, en cambio, apenas queda nada de todo esto y lo que no ha desaparecido se halla en fase de desguace. Al escrupuloso encaje de parentescos, débitos familiares, liturgias y observaciones rituales, ha sucedido un cosido rápido y sencillo, de orden funcional. A la solemnidad de los patriarcados, los matriarcados, la gravedad de los padres, las madres o los abuelos, ha sustituido una reunión portátil de dos individuos que se conocen en un bar. Ni uno ni otro acarrean consigo, como años atrás, el rastro de sus patronímicos, ni el aroma de las estirpes, ni el grave peso de sus legados. Cada cual se presenta ante el otro despojado de leyendas, enlaces y conexiones de sangre, libre para una unión donde se conmutan sólo las individualidades y en cuyo interior vendrán a regir las normas que ellos solos se adjudiquen.

Nada hay hoy más primitivo todavía que las familias o esa ley monárquica que las rige: la idea de poseer por invocación de la sangre algún -o todo el poder- sobre el hijo o la hija. En el conflicto de las siamesas británicas en peligro de muerte, en el ejemplo del niño norteamericano al que ceban sus padres, en la decisión de buscar la fertilidad a toda costa como en los octillizos italianos, la sensibilidad actual proyecta un nuevo punto de vista: El punto de una vista que no se ciega ante la paternidad y cualquiera de sus viejas consecuencias. En primer lugar porque la paternidad se encuentra en completa revisión y no se relaciona sin más con la biología

De repente la familia ha pasado de estar en crisis, como crónicamente parecía que estaba, a dejar de estar. Nadie habla ya -en un hogar desmontado por los televisores, los ordenadores, el microondas, la ausencia de autoridad o el desajuste horario- de una crisis de la familia. La cohesión de los hogares contemporáneos no se trata de correlacionar con el poder de coagulación personal de su sangre sino, ante todo, con el amor, la amistad o el convenio. Las familias se forman de la nada y se desarrollan mediante pactos sucesivos. Ni se constituyen con masas de trascendencia ni se prolongan más por juramento. No es que no haya tiempo para el noviazgo sino que, precisamente, no hay otra cosa que "noviazgos", inauguraciones, acuerdos revocables, mecanos portátiles que, en un medio cambiante y urbano, va produciendo la repetida interrelación con la experiencia. Oponerse a reconocer las parejas de hecho podrá valer dentro del hemiciclo pero afuera es hoy lo mismo que oponerse al hecho de la pareja.

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