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Tribuna
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Submarino atómico

Me llamó la atención que gibraltareños y linenses coincidieran en manifestación, separados por la verja pero unidos contra un submarino atómico, el Tireless o Incansable o pletórico de fuerza, a punto de fundirse en el Mediterráneo por avería del sistema de refrigeración del reactor nuclear. Están arreglando el submarino en las dársenas de Gibraltar, y la gente dice que en la bahía de Algeciras sufren picores los que nadan cerca de la máquina atómica, y erupciones cutáneas que se convierten en úlceras, según un profesional, mientras las autoridades sanitarias niegan que, con respecto a otros veranos, haya crecido el número de gente con picores y pruritos de playa.Pero también los no bañistas, los lejanos a Gibraltar y Algeciras, sentimos el escozor y el terror de la energía atómica: lo nuclear es un mundo infame (oscuro, de mala fama), pavoroso como todo lo desconocido y reconocidamente mortal, de Hiroshima a Chernobil. Todo lo que se mueve por combustibles radioactivos conserva un fondo histórico de misterios militares y sociedades cerradas y basadas en el secretismo. Hemos perdido casi todas las opiniones fuertes, excepto una: la opinión o superstición de que no es malo desconfiar de los poderosos, sean quienes sean, quizá porque disponen de más poder para hacer daño que nosotros. Los manifestantes de Gibraltar y La Línea mostraban en dos lenguas esta sospecha: somos engañados, infectados y aniquilados por poderes superiores.

La desconfianza en los desechos radioactivos, incasables como el Tireless, casi imperecederos, es desconfianza en los gobiernos de Gran Bretaña y España: cuanto más remoto es el poder, mayor es la desconfianza de los ciudadanos. Mientras los manifestantes del Peñón y el Campo de Gibraltar preparaban sus pancartas, Carmen del Arco contaba en este periódico, el pasado lunes, la historia de una fábrica de Andújar, transformadora de uranio. La fábrica lleva años sepultada, tierra baldía, increíble y enigmático yacimiento arqueológico para un futuro lejanísimo: bajo tierra se mezclan máquinas y mobiliario y la infecta vegetación que rodeaba a la fábrica (los campos de uranio producían una sandías extraordinarias en tamaño y sabor). El uranio era un polvo amarillo que se metía en la nariz, hasta los pulmones, y entre las uñas y el pelo, incrustado en los poros de la piel y en la ropa, de lo más hondo a lo más superficial.

El uranio de Andújar sigue siendo una nube tóxica: miedos, tumores y otros males entre los operarios que sobrevivieron a la fábrica. Los trabajadores de la fábrica de uranio creen que los directivos conocían perfectamente los efectos del uranio. Creen que los médicos, cómplices de los directivos, ocultaron expedientes clínicos o los manipularon. Temen morir porque tienen compañeros que murieron. Sus enfermedades y su miedo alimentan el miedo y las sospechas que unen a la gente de Gibraltar. Son incrédulos. Creen que el poder valora tanto la verdad que no se la da a cualquiera: los poderosos tienen la opinión o superstición de que es imposible decir la verdad porque la mayoría no la entendería ni podría soportarla.

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