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204 horas soñadas

"La realidad es una alucinación provocada por la ausencia de alcohol". La sentencia luce en el pecho de un individuo agarrado a uno de los postes que sujetan el vallado del encierro. Los ojos semicerrados y, en la mano, un viejo amigo: Don Simón. Cuando los toros lleguen a la plaza desde el corral de Santo Domingo, aún quedarán 16 horas para despedirse definitivamente de la fiesta y congraciarse con la realidad. Entonces, ya no habrá remedio. Una ilimitada sucesión de minutos marcará el sendero de cristales rotos que conduce a esa alucinación con trabajos pendientes, despertadores y citas sin cumplir.Durante poco más de una semana, Pamplona licúa los relojes. El tiempo se detiene y la ciudad entera se da un baño de fuego. Del chupinazo al Pobre de mí son 204 horas; un buen puñado de minutos para arrojar a los ojos de la rutina. Durante la fiesta, no queda tiempo para cumplir horarios. Todo sucede en el fogonazo de un instante.

Apenas dan las nueve de la mañana y de lo que hace una hora fue el escenario del encierro no queda nada. Los tablones de madera yacen amontonados sobre las camionetas. Nada delata que allí un numeroso grupo de gente decidió echar a correr a cuerpo limpio delante de las armadas defensas de los miuras y, en concreto, de uno de ellos: un toro de nombre Buñolero con 690 kilos colgando de un esqueleto de 1,60 metros de alzada.

Es propio de los animales marcados con este hierro el correr unidos. La manada, como corresponde a su alta alcurnia, galopa, sin fijarse en los laterales atestados, ajena al bullicio. Se abren las puertas de los corrales y los morlacos se lanzan a la carrera camino del Ayuntamiento. Carreras rápidas, descontroladas en un brutal golpe de sangre, presiden las primeras taquicardias. Uno de los astados barre el lateral y de sus pitones sale despedido el primer mozo. Sólo es empujado. El animal no derrota. Será éste el primero de los cuatro contusionados del día. Ninguno grave. Sólo uno permanece ingresado. La inminencia del adiós a San Fermín hizo que los nervios y las caídas sin consecuencias fueran mayores que en otras ocasiones. Atrás quedaban los nueve corneados del año.

Ya en Estafeta, con los toros formando un rosario, nadie quiere perderse la ocasión de exponer el último aliento de la fiesta a la voluntad de los animales. Anudadas al filo de los cuernos, el último encierro del año se lleva los destellos de unos cuerpos en llamas; unos cuerpos que piden para sí el derecho a abolir el tiempo. En plena carrera, un instante de peligro se hace eterno.

Son las ocho y casi tres minutos. Se acabó. Enfrente de Casa Juanito, se apelotonan los amigos para despedirse. Allí, se comenta el encierro con un nerviosismo infantil. En realidad, aunque sin decir una palabra al respecto, se habla de otra cosa. Se habla de compartir un hervor de eternidad. Todos permanecen secuestrados por la divina locura de doblar el pulso a la lógica: un animal salvaje de más de media tonelada burlado por un destello.

En la plaza, los kilikis cara de vinagre persiguen a vergazos a los niños. Estos ríen, corren y abren los ojos. En la comisura de sus retinas cabe el océano; un mar tranquilo en el que se mece el adiós a una fiesta que, mientras duró, fue eterna. Fueron 204 horas sin fin en las que la realidad fue un sueño.

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