Reconquista
No pasa semana sin que arrecie la cruzada gubernamental de reafirmación española, de la que tantos réditos esperan recaudar los estrategas de La Moncloa. Ante todo destaca el ataque permanente contra el nacionalismo vasco democrático, culpable de haber pactado con ETA en su momento y no saber rectificar con propiedad ahora. Y en esto encuentra la casi unánime comprensión de la opinión pública, siempre dispuesta a apoyar los gestos de firmeza antiterrorista. Pero a remolque de un consenso tan obvio en seguida se cuela de rondón otra mercancía política mucho más sospechosa.Me refiero al ataque soterrado contra el nacionalismo periférico, al que se pretende restar cualquier legitimidad. Es verdad que no se tiene derecho a matar ni a coaccionar, como creen los radicales vascos o quienes los disculpan, y por eso hay que obligar al PNV a que rompa con ellos. Pero en cambio sí se tiene derecho a ser soberanista (español o vasco), reclamando la autodeterminación o incluso la independencia. De ahí que no se pueda obligar a vascos o catalanes a acatar la Constitución unificadora, como Aznar pretende ahora. En este sentido resulta bochornosa la sesgada utilización del desafortunado Informe de la Real Academia de la Historia, sobre cuya base se pretende justificar la unificación por decreto de la enseñanza de la historia.
Y por si esto fuera poco, prolifera encima la campaña de persecución contra el inmigrante más pobre, justificando los recortes de la Ley de Extranjería. Así se asocia en la opinión pública la denuncia contra ambas fuerzas antiespañolas de inmigrantes y nacionalistas, cuya sospechosa coincidencia parece exigir la necesidad de un nuevo Cid Campeador dispuesto a coronar con éxito una tardía reedición de la Reconquista, capaz de expulsar de nuestro suelo a toda la morisma unificando de una vez por todas la centrífuga balcanización de las taifas autonómicas. Dicho así suena chusco, pero lo peligroso es que se lo lleguen a creer en Moncloa, adoptando como programa oculto la busca de la reunificación española. Y lo más curioso es que este integracionismo uniformizador que Aznar adopta en el interior de España se dobla con la postura opuesta que esgrime en Europa, donde prefiere alinearse no con el eje federalista Berlín-París sino con las posturas soberanistas de los euroescépticos británicos. Contradicción que sólo puede justificarse ante el altar de la sagrada soberanía española.
Lo cual es grave, pues implica un auténtico giro en la política autonómica hasta hoy seguida desde la Transición a la democracia. Como acaba de recordar Juan Mª Sánchez Prieto en su libro La España plural (Elkargunea, Bilbao, 1999), la II República nos legó dos posturas contrapuestas, en la interpretación de la realidad histórica española. De un lado, la visión pesimista de Ortega, que la entiende como desarticulación invertebrada por su orfandad de una eficaz autoridad central capaz de coordinarla: y esta visión plantea como remedio vertebrador la medicina federal. Pero frente a esta versión unilateral surgió la opuesta visión de Azaña, quien supo reconocer la evidencia (y aún la conveniencia) del irreductible hecho diferencial nacionalista (gallego, vasco y catalán), que exige como base fundante del sistema político español un asimétrico contrato de pluralidad nacional.
Como es sabido, la Constitución dejó abiertas ambas visiones, definiendo un sistema autonómico a la vez federalizante y asimétrico. Pero ahora el PP parece dispuesto a enmendar la Transición. En la anterior legislatura, obligado a depender del catalanismo, Aznar fingió compartir la visión azañista de una España plural, heterogénea y asimétrica. Pero ahora, una vez emancipado del lastre catalán, Aznar se nos ha hecho orteguiano, y busca redefinir la homogeneización unitaria de la España invertebrada. Y semejante cruzada no será posible sin antes acabar políticamente con el nacionalismo vasco, gallego y catalán, reduciéndolos a su mínima expresión electoral, Lo que no se sabe si es una utopía, una ensoñación o un vulgar delirio de grandeza.
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