La EPO y el dopaje sanguíneo
La sangre ha fascinado a los deportistas desde siempre. Desde los tiempos de los gladiadores, que se bebían la sangre de los adversarios a los que derrotaban, hasta hoy. Saben que por la sangre circulan los glóbulos rojos. Y que los glóbulos rojos transportan el oxígeno (unido a una proteína, la hemoglobina) desde los pulmones a los tejidos (por ejemplo, a los músculos en ejercicio). Así que cuantos más glóbulos rojos, mejor. O lo que es lo mismo: cuanto mayor sea el hematocrito (que es el porcentaje de la sangre que está constituido por estas células), mejor. La ecuación es muy sencilla: en un mismo ciclista, más hematocrito significa más vatios y más consumo máximo de oxígeno (VO2max). Pongamos que un 5% ó 10% más. O sea, mucho. La ecuación es cierta siempre que este parámetro, el hematocrito, no aumente tanto como para hacer que la sangre se haga excesivamente viscosa, exigiéndole por ello demasiado trabajo a la bomba cardíaca. Pero hasta que el hematocrito de un deportista de alto nivel (cuyos valores normales oscilan entre 38% y 52%) no sobrepase el 55% no podemos hablar de sangre viscosa
El problema (el gran problema) es que existen posibilidades de aumentar artificialmente el hematocrito (y por tanto el rendimiento físico) desde sus valores normales (pongamos que 40%-45% en un ciclista) hasta el citado límite de hiperviscosidad sanguínea. La primera posibilidad es transfundirle sangre al deportista. Aunque ya lo habían probado los americanos en los pilotos que debían bombardear Alemania durante la segunda guerra mundial, las primeras investigaciones empezaron en los años setenta. Pero desde finales de los ochenta existe otro método aún más sencillo para incrementar el hematocrito de un deportista: inyectarle eritropoietina exógena (abreviada EPO) desarrollada por ingeniería genética. En efecto, esta hormona es idéntica (o casi) a la que producen naturalmente nuestros riñones con el objeto de aumentar la producción de glóbulos rojos. Sin embargo, en la mayoría de los deportistas la actividad de la EPO natural (o endógena) nunca es tan elevada como para permitirles alcanzar muy altos valores de hematocrito. Con la EPO exógena, el efecto es dosis-respuesta: cuanto más inyecciones, más glóbulos rojos.
El hecho de que con esta droga aumente tanto el rendimiento del atleta nos explica un fenómeno fisiológico de gran belleza: lo entrenados que están sus músculos, y lo mucho que le exigen a la bomba cardíaca. Le piden sangre (y mucha) tanto los músculos en ejercicio (los de las piernas, que quieren oxígeno), como los músculos respiratorios (aunque son los encargados de que entre oxígeno en nuestra sangre, también necesitan oxígeno para contraerse) y la piel (que no quiere el oxígeno de la sangre, pero sí su porción líquida o plasma sanguíneo, para enfriar el cuerpo. Y aún hay más: la adaptación al entrenamiento de resistencia consiste en crear multitud de pequeños vasos (arteriolas y capilares) en los músculos. Tantos que si todos se abriesen a la vez (como un sistema de canales), posiblemente la sangre bombeada por el corazón perdería demasiada presión (o velocidad). Y también nuestro cerebro necesita que no baje la presión sanguínea, pues la sangre llega al mismo venciendo la fuerza de la gravedad. O sea, que hay que cerrar algunos vasos (aunque sean los que van a los músculos), porque el corazón no tiene capacidad para llenarlos a todos de sangre. Ante tales disyuntivas, una buena solución consiste en meter más glóbulos rojos (o sea, más oxígeno) en la sangre a través del dopaje sanguíneo: si hay más oxígeno en un mismo volumen de sangre (unos seis litros en total suele tener un ciclista), el corazón puede satisfacer mejor las necesidades de tan exigentes clientes como son los músculos. Por ello, se dice que el techo o límite del rendimiento en deportes como el ciclismo está en el corazón, no en los músculos.
Alejandro Lucía es fisiólogo.
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