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El placer de recitar

Me he quedado de piedra. No me lo esperaba: ha muerto por el miedo a morir, estaba aterrorizado por el miedo a morir y sin embargo fumaba, hacía cosas que no debía hacer; lo he visto hace poco en Pesaro, estaba también Monicelli, él se encontraba bien. A finales de diciembre rodé con él su último metro de película, una cosa publicitaria. Seguía siendo divertido, pero en los últimos años se le había metido dentro una especie de niebla, vivía en el terror de su mal oscuro, una depresión, una depresión a lo Gassman, grandiosa, espectacular, de la cual había intentado salir dos o tres veces. Era un miedo constante, sin piedad, como provocado por algo de lo que no podía defenderse, ni liberarse.¿De dónde venía? Estaba demasiado mimado por la vida, las mujeres, el éxito. El envejecimiento, la decadencia física, la pérdida de memoria... Él, que tenía una memoria prodigiosa, fantástica; leía un soneto o dos páginas de un monólogo y lo repetía a la perfección, y sentía que la estaba perdiendo, cada día más. Y se alejaba el éxito, los aplausos, la energía, pero la belleza permanecía en su rostro, en sus facciones fieras y nobles, de hidalgo.

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Vittorio no era nunca aburrido, ni siquiera en la depresión, que además usó alguna vez como hombre de espectáculo. Escribía, hablaba, pero perdió la lucha por liberarse. Combatía también con el trabajo, con la incapacidad de abandonarlo. Marcello vivía con el placer de vivir; Vittorio vivía con el placer de recitar, ésa era su naturaleza.

Pero en la vida no, no recitaba, por eso encontré en él a un amigo grande. Y no es fácil encontrar a un amigo entre los actores, nunca sabes con quién hablas, con cuál de los muchos personajes que el actor inventa. Al contrario, con Vittorio el descubrimiento era encontrarlo a él, al que era verdaderamente, entre los cien mil que todos somos. Era un gran placer disfrutar de su inteligencia, de su gran ironía. Teníamos el mismo modo de ver las cosas y de bromear.

Una relación de siempre, desde el primer encuentro. Fue con Il mattatore, cuando todavía era el gran actor de teatro, cuando todavía era antipático. Casi daba rechazo, parecía demasiado distante, demasiado aristocrático. Después lo bajamos del pedestal y de la aristocracia del teatro, primero Monicelli y luego yo. Monicelli con I soliti ignoti, donde por miedo a no conseguir hacerle parecer cómico lo transfiguró, lo afeó, le puso una máscara.

Con Il sorpasso tuve el valor de presentarlo con su cara, la antipática, en una película cómica. No fue difícil. Lo había hecho ya Laurence Olivier, sin avergonzarse de pasar del teatro al cine (y Olivier era el mito de Gassman). Pero nadie se esperaba el éxito, salvo nosotros, que lo conocíamos, que sabíamos de su virtud de disfrutar, su mímesis para entrar en la piel de los otros. Intentó meterse en la piel de Sordi y lo consiguió. Y triunfó también en lo que fallan tantos actores cómicos al intentar hacer Shakespeare. A él y quizá sólo a él le funcionó la operación contraria, pasar de Shakespeare a lo cómico. No hay un actor como él, no tendré nunca un amigo como él.

© La Repubblica.

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