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Retorno a la doble hélice

Ninguno de los privilegiados que vimos por primera vez la doble hélice en la primavera de 1953 nos planteamos jamás que llegaríamos a verla completamente descodificada. En aquel momento, todos nuestros sueños se centraban en el siguiente gran objetivo: descubrir cómo determinaban las cuatro letras que componen el alfabeto del ADN (A, T, G y C) las secuencias lineales de aminoácidos en la síntesis de proteínas, las principales actrices del drama de la vida celular. Resulta que la esencia del código genético y de la maquinaria molecular que lo lee ya se había establecido sólidamente en 1966, sólo 13 años después de que Francis Crick y yo descubriésemos la doble hélice.Más tarde, los elementos creativos de la ciencia se ocuparon de aprender a leer el mensaje del ADN. Para nuestra sorpresa, Frederick Sanger, de la Universidad de Cambridge, y Walter Gilbert, de Harvard, trabajando independientemente, tardaron menos de una década en crear potentes métodos para determinar el orden de las letras del ADN. Aproximadamente al mismo tiempo, Herbert Boyer y Stanley Cohen diseñaron procedimientos elegantemente sencillos para cortar y volver a unir las moléculas de ADN y producir "ADN recombinante".

Y entonces los agoreros proclamaron que estos procedimientos crearían formas de vida tan amenazadoras para nuestra existencia como las armas nucleares. Sin embargo, esas falsas alarmas sólo nos retrasaron unos años. En 1980, se liberaron para el bien público los inmensos poderes del ADN recombinante. Pronto cambiarían de manera irreversible la faz de la biología y la medicina, y darían vida a la biotecnología moderna.

Mi deseo de ayudar a acelerar la genética humana fue lo que me animó en 1986 a convertirme en uno de los primeros partidarios del Proyecto Genoma Humano, cuyo objetivo último era hallar la secuencia de los aproximadamente 3.000 millones de letras que forman nuestro código genético. Aunque muchos jóvenes brillantes alegaron que todavía no había llegado la hora del proyecto, los que pertenecíamos a la generación anterior estábamos viendo demasiado de cerca a nuestros padres y cónyuges víctimas de enfermedades de predisposición genética. Y prácticamente todos conocíamos a parejas con hijos cuyo futuro estaba empañado por una mala tirada de los dados genéticos. Por tanto, la Academia Nacional de las Ciencias de Estados Unidos reunió un comité de expertos que, un año más tarde, anunció que el libro de instrucciones humano se podía establecer en 15 años, si reuníamos el liderazgo científico apropiado y le dábamos 3.000 millones de dólares [cerca de medio billón de pesetas] para que los gastara prudentemente a lo largo de esos 15 años.

En nuestro primer informe señalábamos que deberíamos empezar por hallar la secuencia de los genomas relativamente pequeños (entre 1 y 13 millones de letras) de las bacterias y las levaduras, y de ahí pasar a los genomas de 100 millones de letras de los gusanos y las moscas. Confiábamos en que cuando lo hubiésemos hecho, la tecnología de la secuenciación costaría menos de 50 centavos por letra, y que, para entonces, estaríamos listos para abordar el genoma humano. También confiábamos en que la genómica produciría dividendos científicos y médicos mucho antes de ordenar todas las letras del genoma humano.

Por tanto, cuando entré en el Capitolio en mayo de 1987 con el informe de la Academia en la mano, prometí que mucho antes de que el proyecto genoma estuviese terminado habríamos clonado los genes clave que predisponen a los humanos a padecer Alzheimer o los cánceres de mama y colon, todas ellas enfermedades familiares. Felizmente, el tiempo ha visto a la ciencia avanzar en este sentido.

El Congreso aceptó este mensaje mucho antes que muchos de mis colegas biólogos moleculares, y asignó pronto el dinero que permitiría al proyecto genoma comenzar a lo grande. En octubre de 1988, me trasladé a Washington para dirigir el importante papel que los Institutos Nacionales de la Salud tenían en el proyecto. Desde el comienzo, me esforcé en garantizar que fuese un proyecto internacional, apoyado por los principales países del mundo desarrollado. De esa forma, no se podría pensar que un país u organismo privado controlaban el genoma humano. También deseábamos que todos los datos apareciesen en Internet, de forma que se pudiese disponer de ellos, de forma gratuita, en todo el mundo.

Hoy en día, quienes trabajan en el consorcio internacional se enorgullecen de haber enviado a la Red sus nuevas secuencias de ADN en las 24 horas siguientes a su ensamblaje. Hace 12 años, nadie podía imaginarse que en sólo un mes se enviarían casi 500 millones de pares de bases de ADN ensamblado.

Con la parte básica del proyecto terminada tres años antes de lo establecido, debemos señalar el cambio de actitud de sus primeros enemigos. En lugar de desear que abandonemos, como siguieron haciendo hasta 1991, ahora nos ruegan que pasemos rápidamente a estudiar los genomas del ratón, la rata y el perro. Y lo que es igual de importante, observamos que ningún otro gran proyecto científico, salvo quizá el Proyecto Manhattan, ha sido realizado con tanto celo por el bien común. Al compartir sus secuencias con tanta facilidad y rapidez, a los miembros de nuestra comunidad de estudio les queda poco tiempo para promocionar su reputación científica.

En cambio, las grandes cantidades de dinero privado aportadas en los últimos dos años financian a empresas cuyo objetivo es encontrar y patentar secuencias de ADN antes de que estén a disposición de todos. No es de extrañar que los directivos de esas empresas hayan insinuado que los que comenzamos el proyecto ya no somos necesarios. Para gran alivio nuestro, la iniciativa financiada públicamente no recibió menos sino más dinero. Nuestros patrocinadores quieren garantizar que las características generales del genoma humano estén a disposición gratuita de todos los habitantes del mundo. Los acontecimientos de las últimas semanas han demostrado que quienes trabajan por el bien general no necesariamente se quedan a la zaga de aquellos movidos por un afán de lucro personal.

James Watson, premio Nobel de Medicina en 1962, codescubrió en 1953, con Francis Crick, la estructura del ADN. ©Time Magazine

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