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Escritor de escritores

Vicente Molina Foix

En cualquier profesión, el más alto juicio de calidad lo da el profesional. El joyero no sólo admira la belleza del broche por el que los clientes se detienen tentados ante la vitrina; él además entiende cómo un artesano en algún remoto taller oriental ha engarzado prodigiosamente las perlas en el lecho de plata. Y los cocineros. Siempre se ha sabido que ellos comen mejor que nadie, pues descubren la santidad de la cazuela por pueblerina o parca que sea.En la nomenclatura artística, por el contrario, el creador que gusta especialmente a los creadores corre peligro. Pobre de aquel "pintor para pintores" o esa "escritora de escritores" si el público se entera de tal calificación; sus posibles lectores, compradores, temerán encontrarse con el aroma de una insana flor de laboratorio, y responderán con el arma letal de la prevención. La nada, que es peor que el disgusto.

Hace pocas semanas murió en Málaga uno de los grandes escritores para escritores que ha dado este país en las últimas décadas. Naturalmente, el eco necrológico fué exaltado y pequeño, como corresponde al hermoso mundo perdido de los unhappy few. Pasarán los días y los años, nos moriremos todos, los desnudos y los ricos, y una mañana el nombre de Rafael Pérez Estrada saldrá de la trastienda de las orfebrerías, de la cocina sagrada del arte, y los niños se lo sabrán en la escuela, pues habrá un cuento suyo en las pruebas de selectividad. No hay que olvidar, yo desde luego nunca lo olvidaré, que hace treinta años, y quizá menos, a los chicos se nos decía en clase que Valle Inclán era un colosal esteta imposible que no había hecho nada bien, ni un drama, ni una novela, ni un verso, según los cánones del paladar general.

Aparte de genial y concentrado, Pérez Estrada era de provincia, y no le desveló alcanzar redención en la capital. Se pasó años publicando sus obras de prosa y verso, en exquisitas ediciones de papel verjurado y tirada con números latinos a mano, de esas que principalmente leen, porque se las regalan los escritores. La voz de que existía en Málaga un escritor inaudito, perversamente tierno, refinadamente cómico, se fué corriendo. Pero era una voz en el desierto de las capillas. Parecía un artista de las distancias cortas, y ahora resulta que en el estante de la P su obra ocupa, acabo de medirlo, cuarenta centímetros. (Yo, claro, tengo todos los perezestradas, pues por algo él escribía para gente como yo). Dos mil o tres mil páginas. ¿Aforístico como un Gómez de la Serna pasado por la Semana Santa y los puertos de mar donde deambulan Genet y Fassbinder? En los últimos meses de su vida, como si se burlara adrede de los críticos gobernantes y de la propia muerte, que amenazaba con dejarle sepulto en el claustro de los miniaturistas de la prosa, Pérez Estrada publicó novelas y un volumen de piezas de teatro que hay que ser ciego para no ver vivas en un escenario. Tan ciegos como lo fueron los contemporáneos escénicos de Valle Inclán o Joan Brossa.

El humor. ¿Sería eso? La literatura española vive de las rentas jocosas de dos grandes tragicómicos, Cervantes y Quevedo, pero hay otros mundos que no están en ellos. Jarry, Oscar Wilde, dadá, Buster Keaton. La risa que provocan las obras de Pérez Estrada es más que iluminada y grotesca; su grado de malicia ocurrente, de sarcasmo devastador, tiene pocos iguales en nuestras letras. Esto escribió, por ejemplo, Pérez Estrada en una carta personal pocos días antes de morir de cáncer: "Vivo un tiempo difícil, muy difícil, con frecuentes galas en los quirófanos, y una anemia que me hace soñar con echarme a dormir en la línea flex del horizonte".

Apetecería por un lado que ese huerto cerrado de Rafael Pérez Estrada no lo pisasen nunca los escolares y la mayoría lectora, si aún existe. Se siente uno feliz y realizado como sacerdote de un restringido culto estradista. Pero no puede ser. La verdad acaba por despuntar entre las ramas del jardín secreto. No es que yo crea en la reencarnación, ni en leyes de ultratumba, pero me gusta imaginar al escritor malagueño viendo guasonamente la entrada de sus exquisitos platos en el menú diario de la literatura. Él, que cocinaba por gusto, y no para llenar el establecimiento.

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