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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El poeta en verano

Juan Cruz

La primavera está muy prestigiada, pero es mejor el verano. Para el amor, claro. Eso es lo que dice en uno de sus nuevos poemas el académico Ángel González, que desde hace semanas efectúa su viaje anual (¿anual?, viene cada rato) a España. Vuelve más joven, a pesar de que ya los años le peinan a él; ha dado recitales por varias ciudades españolas, ha sido uno de los pacientes firmantes de la Feria del Libro y ha salido por las noches blancas de estos días, para alegría suya y de los camareros. Es cierto que se sabe que es verano porque vuelve Ángel González.Es legendario lo que decía de él su amigo Juan García Hortelano: cuando Ángel regresaba a España los bares se engalanaban. No es verdad del todo: como dice José Manuel Caballero Bonald, esta generación del 50 trasegó mucho alcohol, a todos les ha gustado o les gusta beber, pero son tan caballerosos que sólo beben como si dijeran misa, hablando bajito en una esquina del bar, como si no fueran a irse nunca, lejos de los pesados que siempre forman el 75% de la concurrencia; odian las salas de fiesta, sólo pueden estar donde se oiga el tono de su voz callada. ¿De qué hablan? Dice Rafael Azcona que los poetas, cuando se juntan, sólo hablan de dinero; no me consta.

Durante mucho tiempo, cuando volvía a Madrid llamaba a todo el mundo y veía a todo el mundo; ahora su pequeña agenda antiquísima está llena de las tachaduras de los amigos que ya no estarán jamás y, claro, eso convierte el viaje de regreso en una melancolía. Esa agenda es ya como un despojo del tiempo, fina o adelgazada, parece la agenda de un agente secreto del siglo XVIII.

Las noches, pues, son aliadas de Ángel, sobre todo en verano; la ciudad ahora le es un poco esquiva, por esa soledad que le ha procurado el tiempo, pero él sigue volviendo para exhibir por sus calles la lentitud de su amor a la vida, y a la poesía. En una de esas noches, hace poco, acometió una hazaña de la que se ha convertido en cronista el peruano Alfredo Bryce Echenique. Buscaban ambos, a medianoche, un bar abierto en domingo; llegaron los dos hasta la calle Escorial, donde Ángel recordaba que había ese bar abierto a deshoras; pero en esa calle no había bar alguno, de modo que Ángel decidió recurrir a la memoria de su mujer, que estaba en su casa de Alburquerque, Nuevo México, Estados Unidos. Según cuenta el autor de La exagerada vida de Martín Romaña, el poeta de Palabra sobre palabra observó que pasaba por allí un transeúnte que exhibía un móvil. "¿Me deja el móvil?", preguntó el poeta, "es sólo para un minuto". "Sírvase", le dijo el solícito usuario, y el poeta y académico hizo desde allí una llamada a larga distancia para descubrir que no era en la calle Escorial, sino en la de San Lorenzo, donde estaba el bar Lady Pepa que buscaban él y Bryce.

Cuando vino a Madrid, hace días, Ángel desmintió la historia: en realidad, se refrescó a sí mismo la memoria, no hizo falta el móvil, no era cierto que había ejercido de cara dura a medianoche. "Pero el 90% de lo que te conté era verdad, ¿o no?", me dijo Bryce Echenique.

El académico es un hombre respetuoso, eso se ve enseguida; no le gusta apabullar, y en las tertulias de amigos parece que no quiere contar, sino ser uno en silencio y en la esquina, como si no viniera de un largo viaje; claro, es inevitable que le pregunten, por su salud, por los años o por los libros y, por alguna razón que tiene que ver con su habilidad asturiana para estar entre brumas, siempre sabe salirse por la tangente y hablar de otra cosa cuando a él se le propone que sea el protagonista. Pero no sabe negarse a los recitales, que le piden desde todas partes; él responde siempre que sólo lee durante 35 minutos los poemas que quepan; el otro día, en la Caja de Ahorros de Madrid, escuchado por un centenar de personas entre las que estaba su amigo Caballero Bonald, leyó poemas viejos y nuevos; no leyó aquel de la primavera y los lugares propicios al amor, ni tampoco el del hombre que después de comerse 12 nécoras se lavaba las manos como Pilatos porque era Pilatos, sino que leyó algunas ironías y otros poemas esenciales para entender su capacidad sarcástica o melancólica para ver la vida; si un día se queman los libros de esta larga época y sólo quedaran los versos de Ángel alguien sabría con qué estado de ánimo veían el mundo estos contemporáneos. Y leyó un poema que era el retrato de su madre, menuda y miedosa; no lo terminó, estuvo a punto de llorar y él, pudoroso, prefirió el silencio, "no me gusta emocionarme en público". Es una de sus formas urbanas de respeto.

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