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Qué país tan distraído

Soledad Gallego-Díaz

Este país está distraído. Todos estamos pendientes de no se sabe qué. Los miembros del Gobierno, como acaban de ser nombrados, no tienen especial interés en despertar la atención de los ciudadanos; quizás dentro de unos meses... Y ya se sabe que el presidente Aznar es poco partidario, por su parte, de promover grandes debates dentro de la sociedad. En general, la oposición política suele servir para modificar este panorama mortecino y lograr que los que están en el poder se sientan obligados a participar en discusiones sobre la situación y el futuro del país.Pero, en este momento, si hay alguien que está distraído es precisamente la oposición. Los socialistas hablan de cosas extrañas: que si Cristina Alberdi se presenta un día como candidata a secretaria general "porque se lo pide el movimiento feminista" y se retira al siguiente porque se lo pide Manuel Chaves; que si Bono asegura que hará "lo que todos están pensado que haré", pese a no tener constancia de lo que todos están pensando; que si la renovación del PSOE está garantizada porque se ocupa de ello nada menos que el actual comité federal...

La distracción no tendría tanta importancia si no fuera porque precisamente ahora están en juego cosas que exigen atención, publicidad y participación ciudadana. Por ejemplo, el próximo mes de octubre el Consejo Europeo, reunido en Biarritz, tiene previsto aprobar una Carta Europea de Derechos Fundamentales.

Faltan sólo cuatro meses y los españoles no saben nada al respecto, porque ni Gobierno ni oposición han explicado cuál creen que debe ser el contenido y el alcance de esa especie de Carta Constitucional Europea. Es posible que al final todo se quede en un texto más o menos retórico, pero, por el momento, los debates de la amplísima comisión encargada de preparar el borrador tienen más interés que algunas de las actuales discusiones nacionales.

La comisión no ha tenido grandes problemas a la hora de fijar cuáles son los derechos humanos individuales. Es seguro, por ejemplo, que quedará abolida la pena de muerte y que cualquier país que quiera entrar en la UE tendrá que suprimir ese castigo de su ordenamiento jurídico. Está también claro que será el Tribunal de Luxemburgo, formado por jueces procedentes de países comunitarios, el que vigilará el cumplimiento de esos derechos y no el de Estrasburgo, encargado también de vigilar el respeto de esos mismos derechos pero formado por 41 países y donde hay jueces rusos o rumanos.

Sobre todo esto hay acuerdo. Otra cosa son los derechos sociales. Ahí se ha visto enseguida que no hay el menor consenso. Por ejemplo, ¿debe el Tratado de la Unión hablar de pleno empleo, enumerar los derechos de los trabajadores, exigir igual salario para igual trabajo al margen del sexo? ¿Qué hay de la idea, surgida hace unos años, de incorporar a esa Carta Europea de Derechos Humanos los derechos de los inmigrantes, una especie de Estatuto del Trabajador Extranjero? ¿Tiene sentido, como propone el Gobierno de Tony Blair, reducir al mínimo cualquier avance en la formulación de derechos sociales?

El debate, como lamentablemente casi todo en la UE, se lleva a cabo con falta de transparencia, como si los ciudadanos no tuviéramos por qué sentirnos implicados. Y, sin embargo, está absolutamente dedicado a todos nosotros. Los dirigentes de la UE, al menos un grupo de ellos, con Alemania a la cabeza, llevan años preocupados por la idea de que los europeos contemplemos la UE como algo abstruso y lejano, lleno de tecnicismos y falto de política. Un Tratado que se abriera con una hermosa Carta de Derechos de los Ciudadanos de la Unión, piensan, sería algo más accesible y humano.

Tal vez, pero algunos creen que el remedio será peor que la enfermedad si la Carta se reduce a un documento de raíz decimonónica sin relación con el siglo XXI. Y todos sabemos a estas alturas, porque nos lo repiten día tras día, que éste es el siglo de la nueva economía.

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