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Feria de abril

'Vaya ganao'

Soltaron una sarta de moruchos. "¡Vaya ganao", era la frase más repetida. Primero, en voz baja, como quieren los celosos custodios de los silencios de la Maestranza; luego, abiertamente y a viva voz. Y hasta cosas peores se oyeron, dirigidas a la empresa, al ganadero y al sursum corda.La gente, tarde adelante, se iba hartando y, además, con lo que sucedía fuera de allí (por los estadios: el Sevilla y el Betis opositando a segunda) no estaba para bromas. Varios de los toros los pitaron en el arrastre, a otros los abuchearon y al que hacía tercero le metieron un broncazo. Como si tuviera culpa el toro, que ya estaba muerto y no perneaba.

Lo de pernear no es una cita cruel, menos aún fina ironía, por mucho que el perneo azaroso, con su andar quebradizo, constituyera una de las lamentables características de los mal llamados toros.

Gutiérrez / Romero, Ponce, Finito Toros de Verónica y Pedro Gutiérrez Lorenzo, sin trapío, sospechosos de pitones, inválidos, totalmente descastados

Sexto, devuelto al romperse un cuerno; sobrero de Carmen Lorenzo, impresentable, aborregado. Varios fueron pitados o abucheados en el arrastre. Curro Romero: pinchazo hondo sin soltar, rueda de peones, descabello, nueva rueda de peones y cinco descabellos (protestas); estocada corta en franca huida (bronca). Enrique Ponce: estocada ladeada, dos descabellos y dobla el toro (silencio); estocada corta tendida, rueda insistente de peones y descabello (ovación y salida al tercio). Finito de Córdoba: dos pinchazos y estocada (silencio); estocada caída -aviso- y cuatro descabellos (vuelta). Plaza de la Maestranza, 30 de abril. 8ª corrida de feria. Lleno.

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Qué más quisieran ellos, ser toros. Los criaron borregos y el hombre blanco cometió la vileza de echarlos a la lidia, para lo cual no tenían el necesario espíritu combativo; menos aún la constitución física que requieren semejantes trotes. Y embestir, naturalmente, tampoco sabían. Lo que -falto de casta- se sale de manso y entra de lleno en lo morucho, es imposible que embista, salvo rara excepción.

La excepción -digamos, hilando muy delgado- se produjo con el sexto toro, sobrero, hierro Carmen Lorenzo, que le dio por acudir bobalicón a la muleta y Finito de Córdoba pudo torearlo a gusto.

Tan a gusto toreaba Finito que parecía estar gulusmeando miel de la Alcarria y se superaba en la exquisitez de los derechazos, de los pases de pecho marcados de cabeza a rabo. Tomó faena adelante la muleta con la izquierda y la interpretación de la suerte fundamental ya no le sentó tan grata al paladar, por lo que volvió a los derechazos y abrochó el trasteo trayéndose el borrego al tercio mediante bonitos ayudados, alguno rodilla en tierra.

La excesiva duración del trasteo, la estocada defectuosa, el aviso, los descabellos, privaron a Finito de la oreja que el entusiasmado público estaba dispuesto a concederle. Pero uno no está muy seguro de que la tal oreja fuese merecida. Muchos aficionados que pululaban por el graderío, náufragos del triunfalismo, tampoco. Cabras bobas como aquella no son de recibo y devalúan totalmente el arte de torear.

Toros sin trapío, ni fuerza, ni casta, no son toros y, por tanto, no hacen toreo. El propio Finito -que, por cierto, lanceó estupendamente a la verónica- al anterior de su lote ni siquiera le pudo esbozar una mínima faena pues se le desplomaba a cada intento.

Lo propio le ocurrió a Enrique Ponce con el segundo de la tarde sólo que a este le dio una sesión de tremendismo ahogándole la embestida. Enrique Ponce sabe. Torero que cita a dos palmos de los pitones, ahoga la embestida e incluso la llega a anular, mas impresiona a su militancia partidista y al público de aluvión, que ignora estos matices y seguramente ni siquiera le importan.

El quinto toro debía de tener algo más de vaca que de carnero y no se cayó. No obstante desarrolló el temperamento asnal que caracterizaba a sus hermanos de sangre y limitó las embestidas a medias arrancadas. Enrique Ponce estuvo muy voluntarioso con este toro, le citó en diversas distancias, aguantó parones, y si con excesiva frecuencia se aliviaba con el pico de su enorme muleta, merecía una comprensión y un disimulo, dadas las circunstancias.

Curro Romero no anduvo con tantas contemplaciones: a sus dos tullidos moruchos los trapaceó brevemente con capote y muleta, los acuchilló de infamante manera e hizo oídos sordos al indignado griterìo del público. Esta vez no se trataba de broncas testimoniales y divertidas, acaso porque parte del público llegó a sospechar que Curro y el resto de la cuadrilla -ganadero y empresa incluidos- le estaban tomando el pelo.

Los toreros (a las figuras nos queremos referir) se quejan de las dificultades de este ganao infumable, de que les impide el lucimiento; ponderan los esfuerzos que hubieron de hacer para sacarles partido, los sudores que pasaron, los peligros que corrieron; y los revisteros áulicos añaden un cúmulo de méritos para ensalzar su generosa disposición. Pero, a la hora de la verdad, vuelven a imponer el mismo ganao impresentable y moruchón. De donde se deduce que es el que les conviene.

No es igual un toro de trapío, bien armado y astifino, que una menudencia gorda, acorne y feble. No trae igual riesgo el toro que embiste con encastada codicia que un borrego atontado y crepuscular. Tal ha de ser la razón de que se haya impuesto esa ruina física, ese sucedáneo de toro que sueltan cada tarde, todas sin excepción, no importan ni la categoría de la plaza, ni la ruina que con esos abusos se está buscando a la fiesta de los toros.

Y esto sucede ante la indiferencia de ese público sin afición que sólo va a los toros cuando es feria; y ante la pasividad culpable de la autoridad gubernativa, que tiene la obligación de vigilar la pureza del espectáculo y, principalmente, de impedir la estafa.

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