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Mapas

Durante algún tiempo, los escolares descubrieron el mundo, a bordo del pupitre. Con la fantasía asociada al atlas, se desplazaban de un continente a otro, caminando sobre los océanos. El atlas era un internet de papel; y el ratón, una flecha de grafito, que se deslizaba sobre cordilleras, ríos y ciudades. Desde la clase, se podía viajar a las antípodas: entornabas los ojos y escrutabas el reverso de los resplandecientes párpados. Sobre aquellas membranas, se proyectaba la creación de la aventura y una repostería de tomate en dulce y confitura de boniato. Por entonces, cualquiera con algo de aritmética, pan y chocolate, un cartabón y una perra gorda de anís, se piraba el catecismo y el espíritu nacional, se iba a una charca a cazar ranas, y regresaba lo mismo que si hubiera explorado todas las selvas amazónicas y la isla del tesoro. Los mapas y las cartas de marear no ofrecían complicaciones: se pasaba de uno a otro país, mientras se consumía un canuto de matalahúva.Pero un día llegaron tiempos de prosperidad y tecnología, y pusieron aquellas láminas, detrás de un cristal, en el mismo hueco que los transistores, los bits y la bolsa electrónica. Fue poco más o menos, cuando empezó este contagio de autismo. Los mapas, no; los mapas se los tatuaron a los hombres y a las mujeres en los cromosomas y los embalaron con millones de kilómetros de ADN. Ahora que Clinton y Blair quieren que todos los datos sobre el genoma humano estén expuestos al público, como las hortalizas y los salmonetes, las hordas políticas muestran cierto desasosiego. De ahí posiblemente los nervios de las sensibilidades socialistas: en cualquier momento, un celoso capitán de industria puede tirar de una de las hebras del ADN y enterarse de que tal o cual de sus ejecutivos lleva la marca de Pablo Iglesias. De este punto a la calle, sólo hay una patada. Y no digamos ya, si le sale un corpúsculo de Marx. Los mapas escolares eran más discretos que los del genoma: no enseñaban ni la pantorrilla de una paternidad tan oculta como despreciable.

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