Reformas públicas
ESPIDO FREIRE
Pese a todos los empeños de convertirme en vecina de otros lares, continúo viviendo en Llodio, un pueblo que, hasta hace dos años, se mostraba muy satisfecho de continuar siendo un pueblo. Abandonó sus aspiraciones de ciudad en los tiempos más fructíferos de la emigración, cuando se hizo evidente que nunca llegaría a las dimensiones de Barakaldo, o de algunos barrios de Bilbao. Le faltaba una pizca de espíritu bucólico y le sobraba un exceso de violencia callejera, pero salvo eso era el lugar perfecto para trabajar en casa.
Un día de diciembre de 1998 regresé de Londres, abrí las ventanas de par en par para respirar muy al estilo anuncio de suavizante, y me cambió la cara. Ese día, exactamente el mismo en que decidí abandonar otras ocupaciones y dedicarme exclusivamente a trabajar en casa, comenzaba una obra a seis metros de mi fachada lateral. Durante meses buscaron el firme, y tras el firme llegó el trajín de la hormigonera, y el ir y venir de camiones en lo que hasta entonces era una calle privada. Pero héte aquí que nunca las desgracias vienen solas: alcanzado, palpado, y yo diría que incluso superado el firme, otra obra comenzó a unos veinte metros, esta vez frente a mi humilde casa-despachito.
Fue el momento en que se decidió que ya puestos a hacer una cosa, hacerla bien, y ni cortos ni perezosos, levantaron el suelo de la plaza, la rodearon con vallas y nos dijeron que hasta el 2002 nos despidiéramos de ella. Excavaron medio monte para crear un centenar de garajes. Y junto a la estación comenzaron a construir otro edificio. Y otro junto al cuartel de la Guardia Civil, todo ello en un área de unos trescientos metro de mi casa.
El caos enseguida se ha hecho notar. Los jubilados padecen arritmia y angustia porque no pueden controlar ni supervisar adecuadamente las obras, como era su costumbre. Se han visto obligados a dividirse en secciones varias, para dar abasto. Los niños sueñan con ser obreros, y los padres con asesinar a esos mismo obreros.
A favor de nuestros trabajadores de la construcción, ha de decirse que son serios, concienzudos y cumplidores. A las ocho en punto, llueva o caigan chuzos de punta, comienzan con los taladros. A las nueve y media, cuando las perezosas crónicas y las personas con turno de noche han dado ya un repaso a las maldiciones conocidas y árboles genealógicos varios, cesan. No piropean a las chavalas, no espían lo que sucede en los pisos según suben de altura. Todo lo más, se gritan entre ellos, y así he llegado a saber sus nombres, los de algunas de sus mujeres, y que uno de ellos, al que más embroman y protegen, pertenece a una asociación de deficientes mentales.
Ya los más artistas han querido ver en esa renovación una atrevida metáfora de la vida fresca del pueblo, de un devenir político y social en que los vejestorios, aunque sean arquitectónicos, no bastan, y la savia nueva debe fluir con libertad. Otros, en todas partes hay aguafiestas, no han sabido quejarse más que de la especulación inmobiliaria, y los ocultos pactos de constructores y políticos.
Resulta evidente que la construcción de un pueblo no es únicamente una frase hecha; los líderes lo han sabido bien, y para reforzar su poder, han ordenado erigir monumentos y templos, museos y catedrales. Los políticos de Llodio se han conformado con construir parkings. Cada cual a su nivel.
Pero, sea como sea, las obras han cambiado el pueblo, y no únicamente en el frívolo aspecto externo. Ya no sabemos vivir en el silencio. Hablamos a gritos, protegida nuestra intimidad por el martilleo. Los vecinos de esa zona salimos más, consumimos más cafés, visitamos más a los amigos. Nos hemos aficionado a los horarios nocturnos, y hemos cambiado hábitos arraigados. La vida ha dejado de ser ordenada. En realidad, adoramos las obras, la excusa para quejarnos continuamente, para justificar ojeras y malhumor o una vida sin madrugones pero con despertador a las ocho. Protestamos ante el Ayuntamiento y, a veces, nos conceden la razón. Otras no, porque no nos escuchan por el ruido de la plaza levantada. Las obras nos dan ánimo, nos arropan. Y yo tiemblo al pensar en el día en que terminen.
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