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Nocturnidad y alevosía

ENRIQUE MOCHALES

La cámara que nos guía en este recorrido nocturno por el corazón de la ciudad se levanta sobre el parque de Doña Casilda que ya duerme a sus flores. Atardece, y la ciudad se parece desde el cielo a una fiesta de luciérnagas que forman signos. El futuro está escrito en un plano, dibujado con tiralíneas luminoso.

La Gran Vía se ve como la cola de un escorpión enrollándose en el Sagrado Corazón, con glóbulos de luz que circulan de un extremo al otro como si fueran la sangre de las estrellas, y la urbe es la cosmografía de todo el universo creado para los noctámbulos. Un gato que se cree hombre camina por la Gran Vía y bajo las luces provocadoras del neón el insomne busca su destino, como si intentase reconocer su signo en los destellos de los focos de los clubes, y en el brillo de las farolas, y poner a la suerte de su lado. Tras el encontronazo casual con un par de gin-tonics, ha mirado el presente en las promesas de los anuncios titilantes, y ha leído los posos de ginebra, y ahora busca una nueva vida que vivir. La ciudad, la gran maquinaria que nos devora, le enseña el camino con sus luces fatuas, con su engañoso aspecto de bóveda celeste cuajada de brillantes destinos.

Bilbao, de noche, se retira de una manera ordenada y pulcra, discreta, abandona a su suerte a los desesperados y condena a la soledad al que hace guardia. Bilbao es católica, puritana y casta, tranquila como una Suiza en esas noches durante las cuales los gatos se creen hombres, en esas noches cerradas a cal y canto como ataúdes. Algunos añoran la época de lo que se dio en llamar movida, aquellas noches eternas de los ochenta, los felices ochenta, cuando la gente salía tanto. Tenemos un mito, una referencia para decir con seguridad que en Bilbao ya no se vive tanto de noche, que en Bilbao "la nuit n´existe pas".

Poco podemos ofrecer a los visitantes de diversión nocturna entre semana, y ya ni siquiera nos salva nuestro venerado equipo de fútbol. ¿Olvidaremos nuestra identidad de juerguistas tan fácilmente? ¿Perderemos de golpe y porrazo esa reputación que tanto tiempo nos ha costado ganar? ¿Es compatible la condición de vasco con la condición de abstemio? Todas ellas son preguntas serias que desde hace tiempo preocupan a muchos intelectuales nuestros de aquí. El prototipo de bilbaíno trasnochador sólo abandona su cubil para nocturnear alevosamente los días impares de un fin de semana y medio al mes, según han demostrado recientes estudios sociológicos. En cuanto a la relativamente escasa actividad en los bares, esto evidencia claramente que el vasco de ahora bebe más en su casa, lo que se suele denominar, en argot, bebedores en zapatillas. Y nosotros nunca hemos sido tan horteras, señores.

Ante estos hechos irrefutables, la alarma ha sonado: corremos el serio peligro de volvernos europeos. Sí, europeos, esos seres tan raros y desagradables. Esas extrañas criaturas que no se saben las señas del mus. Esos extraterrestres que en las terrazas estiran hasta límites impensables las piernas blancas y peludas, parecidas a muslos de pollo. Pues no. Nosotros europeos ni por el forro.

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Por eso, los ciudadanos todos confiamos en que los ayuntamientos arreglen de inmediato esta situación, midiendo las oscilaciones de la vida nocturna mediante las propias cámaras de vigilancia de la policía, bancos y comercios. Para que Bilbao adquiera ese aspecto de ciudad que nunca duerme, será absolutamente necesario establecer turnos entre la ciudadanía, de tal modo que siempre haya gente por la calle. Es sencillo. Si alguien no quiere beber, que se tome un mosto, pero que salga, coño. ¿Qué imagen estamos dándole al mundo? Divertirnos con moderación es nuestra responsabilidad, y queremos hacerlo, por el bien de la economía vasca, de los taxis, del sector hostelero y del farmacéutico, donde compramos el alka-seltzer.

Pero reconozco que me estoy pasando echándoles la bronca a ustedes, que no tienen la culpa de nada. Todos sabemos que la culpa, como siempre, la tienen los políticos. Sí señor, los políticos, que nunca se pagan una copa.

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