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CRÓNICAS El libro sin papel

Juan Cruz

Ya está aquí, en todas partes. Stephen King, el escritor mejor pagado del mundo, ha decidido que su obra futura se lea sólo en Internet.Eso es una noticia, porque la protagoniza un escritor así, cuyas depresiones también aparecen en los diarios como acontecimientos culturales que pueden afectar a la cuenta de resultados de la globalidad del universo. Pero no es lo único que pasa: el papel ya se ha trasladado a la red, que ahora es un mareo universal e imparable de palabras que circulan en todos los idiomas y ponen en solfa a los agoreros -el que suscribe incluido, que creíamos que esto del libro sin papeles iba a tardar mucho en aparecer, que el libro tradicional, nuestro querido libro, estaba seguro en su rincón privilegiado de rosas e intimidades-.

Umberto Eco dijo una vez que era imposible que desapareciera el libro, aunque él crea tanto en el poder de la red, porque jamás te iban a pedir en un avión que apagaras lo que estabas leyendo. Juan Cueto dijo, por el contrario, que un día no lejano se acabaría también tal posibilidad, y ya eso está a punto de pasar: leeremos los libros electrónicos en los aviones, e incluso tendrán los aviones, como ahora tienen vídeos, sus propios libros electrónicos; el que no lo vea así, suele decir Cueto, no sólo carece de imaginación, sino de realismo.

Se dijo, claro, que los libros de esa naturaleza virtual no se podían llevar a la cama, pues el artilugio preciso para disfrutarlo constituiría un inconveniente mayúsculo, sobre todo si uno iba a leer en compañía; así que se suponía que el lector de esos libros tendría que ser un vicioso solitario. Eso se ha ido solventando y se solventarán todas las trabas que ese tipo de edición tiene en este momento.

El presidente de Telefónica, Juan Villalonga, dijo el otro día en la Academia -¡en la Academia!- que lo que no esté en la red no estará, y los académicos, con Víctor García de la Concha al frente, aceptaron esa interpretación mundial de la historia, porque ya se está viendo en la propia organización inmortal que el futuro se escribe en los ordenadores, es global y es irreversible. José Saramago dice con frecuencia, con el deje poético de su nacimiento en Portugal, que es el último país romántico de Europa, que jamás una lágrima podría caer sobre un ordenador. Caerá.

Caerá la lágrima. Este es el año en el que conmemoramos el cuarto centenario de Gutenberg y Gutenberg probablemente no estaría hoy con lágrimas en los ojos porque su invento haya sido puesto al lado del otro invento. Aunque Saramago tiene razón: las lágrimas sobre el ordenador serán otras, pero también serán.

Así que tendremos a Stephen King en la red. Bueno, para los que no quieran leer a King habrá otros, claro, y están creciendo ya como hongos en ese espacio innumerable que se ha creado de pronto, con la velocidad con que estos finales de siglo crecen los inventos: la pregunta no puede ser ya qué hacías el 23F o qué pasaba cuando murió Manolete o si ya eras suscriptor de Triunfo cuando Vázquez Montalbán escribió la Crónica sentimental de España. La pregunta es si te acuerdas de cuando había fax, si tienes memoria de cuando el teléfono negro de tu casa no se podía cambiar de lugar o si recuerdas cuando todavía sólo se podían ver dos canales de televisión en España.

La revolución, pues, llega a los libros. ¿Y los libros llegan a la revolución?

La industria del libro va a recibir un impacto universal tremendo, ha de estar preparada para ello y acaso todavía no se ha dado cuenta de que se enfrenta a ese inmediato porvenir con instrumentos, que no son sólo del pasado, sino que son del pasado de la prehistoria. A veces lo hemos dicho: mientras que uno puede comprar cierto tipo de ocio -cine, televisión, música- en cualquier sitio y a cualquier hora, con facilidades que crecen, el comercio tradicional se resiste a abrirse a los nuevos tiempos de la difusión de los libros y éstos siguen ahí preservando la elegancia de su secreto, albergados en hermosas librerías nobles y tranquilas, pero alejados también del flujo habitual de los lectores.

¿Qué hacer? La red está abriendo paso a nuevas formas de venta, los libros pueden llegar a cualquier hora y a cualquier rincón, y ése está siendo un reto que no sólo tienen que asumir las librerías tradicionales, sino muy especialmente los medios de difusión -que a veces plantean la aparición de los libros con un lenguaje disuasorio que también nos lleva lejos de las librerías- y los que se dedican a la elección, la fabricación y la distribución de los libros. No se pueden afrontar los nuevos tiempos como si fueran viejos tiempos, y no se debe interpretar que la apelación a la revolución es un grito de pánico. Es un grito de futuro, que siempre empieza en un instante de pánico.

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