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Tribuna:
Tribuna
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¡Libertad!

Sí, "¡libertad!" ha sido el grito más coreado en la manifestación de la plataforma Basta Ya en San Sebastián, y también en el entierro-homenaje de Fernando Buesa en Vitoria. Éste ha sido también el principal argumento político del propio Fernando en el último pleno del Parlamento vasco, constituyéndose en testamento político de una excelente e impecable trayectoria. La libertad y sus correlatos de pluralidad, tolerancia, respeto y seguridad son las condiciones de posibilidad de una democracia saludable; si faltan es porque una parte de esa sociedad carece de tales derechos y porque la otra parte se apropia abusiva o ilegítimamente de los recursos políticos que asigna la ciudadanía. Éste es el grave problema que aqueja a la política vasca: la falta de libertad de una parte importante de sus ciudadanos, que, obviamente, no son los presos, que están donde están por los graves delitos que han cometido y que no tienen justificación ni atenuante.Lo dicen los propios ciudadanos de forma recurrente. Según nuestras encuestas, más del 90% de los vascos cree que hoy en Euskadi se pueden defender todos los programas políticos sin necesidad de recurrir a la violencia, el 84% de los vascos considera grave el problema del terrorismo de los sabotajes cotidianos, el 53% percibe que existe miedo a participar activamente en política, un 45% no se considera suficientemente protegido por sus fuerzas de orden público ante tal violencia y sólo el 39% dice sentirse plenamente libre para hablar de política con todo el mundo. Quienes así piensan son precisamente los liberticidas, es decir, los violentos y sus amigos. Hay, por tanto, un gravísimo déficit de libertad en Euskadi, que es el que explica las explosiones cívicas esporádicas como las de las últimas semanas. Claro que hay riesgo de enfrentamiento físico. Digo físico y no civil, porque creo que este último apelativo oculta la realidad al poner en el mismo nivel a los agresores sistemáticos que lo buscan desde hace tiempo y a los agredidos que explotan porque se hartan de su falta de protección y se desesperan ante la realidad de ver cómo su libertad se ahoga y su ciudadanía se va degradando progresivamente.

Recordemos cómo el clima generado por el asesinato de Calvo Sotelo fue la puntilla a la II República, cuyo final dramático es una lección histórica de primer orden. Pero recordemos también las consecuencias de las connivencias, falta de coraje y principios democráticos y oscurantismo político que llevaron a Hitler al poder, y a Europa, al mayor desastre de su historia. Creo que, a pesar de las distancias, hay lecciones que deberíamos haber aprendido. La más importante es que hay que saber escuchar y responder a la rebelión cívica, que lleva años fraguándose en Euskadi no sólo para que ésta no nos lleve por delante, sino, y sobre todo, para sanear nuestra democracia y liberarla de la perversión moral que amenaza con arruinarla. La perversión provocada por la violencia y su subcultura de intolerancia y exclusivismo, bien alimentados por asfixiantes estructuras de control social y selección ideológica.

No es casual ni extraño que, al grito profundo de libertad, los ciudadanos añadiesen otros referidos a los asesinos y, sobre todo, los que exigían responsabilidades a nuestros gobernantes. Los ciudadanos tienen claro que las responsabilidades criminales de los terroristas se sustancian en los tribunales y que es inútil exigirles responsabilidades políticas a los que se pronuncian políticamente como matones antisistema. Sin embargo, saben, sin necesidad de estudiar ciencias políticas, que en nuestra democracia representativa la exigencia de responsabilidad política a nuestros gobernantes es fundamental. Y esto es lo que hacían pidiendo la dimisión de Ibarretxe y su Gobierno y exigiéndole responsabilidades al PNV. No caigamos en la idea de que era la simple reacción que buscaba un "chivo expiatorio". Claro que no le hacían responsable del asesinato, pero sí de apoyar su Gobierno y, sobre todo, su estrategia política en la ilegitimidad antisistema de los que avalan políticamente a los asesinos, niegan los derechos ciudadanos y ahogan la libertad de una parte, siempre la misma, de esta ciudadanía. Yo mismo he escrito en estas páginas que los votos solos no convierten en legítima a una fuerza política y que no es legítimo pactar con una fuerza ilegítima, por mucho que la aritmética parlamentaria cuadre. Es como meter el zorro en el gallinero, cuyas consecuencias son fáciles de imaginar, porque son de sentido común.

Es la primera vez que en la Europa de posguerra se hace un Gobierno de esta naturaleza. Basta con fijarse en las reacciones en toda Europa y en las movilizaciones en el interior del país tras el nuevo Gobierno austriaco. Heider es un populista autoritario y xenófobo y, aunque tenga muchos votos (también Hitler los tuvo), es, de momento, un partido antisistema e ilegítimo, a pesar de que no mate ni base su estrategia política en la violencia. No podemos seguir engañándonos. Lo nuestro es mucho más grave, porque tras el voluntarismo de la reconversión de los violentos a las vías democráticas se esconde un grave error político que amenaza con deslegitimar nuestra democracia, producir una profunda perversión moral en una parte importante de nuestra sociedad y provocar una explosión social. ¿Puede haber mayor perversión xenofóbica que la que excluye a la mitad de la ciudadanía de la plena pertenencia a la comunidad política que sustenta a las instituciones? ¿Puede haber mayor irresponsabilidad política que la del dirigente o gobernante que se atreve a deslegitimar el actual marco estatutario, fuente de la propia legitimidad institucional que administra y de la que se ha beneficiado casi en exclusiva durante veinte años? Las consecuencias son obvias: los violentos, como no podía ser de otra manera, han vuelto a las andadas, se han crecido y han reforzado su política antisistema. En efecto, hoy la división entre los demócratas es evidente, la fractura social la experimenta cotidianamente la mayor parte de nuestros ciudadanos y tenemos un Gobierno sin autoridad política suficiente para una situación tan grave.

En Euskadi, el principal responsable político, por muchas razones, es el PNV y su dirección. Y es muy grave que, no por casualidad, el de "¡libertad!" fuera el único grito que Arzalluz no oyera o no quisiera escuchar. Eso sí, sacó a relucir unos supuestos panfletos, aportados por su Cesid particular (¿no estaremos en un Estado policial, verdad?), evocando el yugo y las flechas. Pero, en su proverbial capacidad para la insidia, descuidó la hipótesis, nada inverosímil, de que bien podría haberlos ideado la carlistada de sus alevines o sus propios servicios de contraespionaje, que, hasta la fecha, son los únicos que sacan a pasear tal simbología por las calles de Euskadi. Da la casualidad de que esa descalificación antifranquista, con la que busca deslegitimar radicalmente al resto de los demócratas, alimenta un peligrosísimo etnicismo ideológico, que es el principal y más rancio y anacrónico argumento de sus amigos, los violentos. Lo cierto es que, unos y otros, buscan cerrar filas mediante el viejo recurso totalitario al enemigo exterior, cometiendo la grave inmoralidad de presentarse ante la ciudadanía como víctimas cuando la sangre de las auténticas víctimas está aún caliente. El señor Arzalluz se basta solo para demonizarse y, aunque no tengo especial predilección por los idearios escatológico-apocalípticos, como sé que son los suyos, creo que se está metiendo de lleno en su propio infierno. La verdad es que esto no sería preocupante si no fuera porque está contribuyendo a que sea la propia política vasca la que se convierta en un laberinto infernal.

Es la hora de la libertad para rebelarse con fuerza, reivindicándola y ejerciéndola en todos los sitios, y es la hora de la responsabilidad para recuperar, antes que nada, los principios democráticos y la unidad de los demócratas. Pero la política vasca tiene que dar un giro de 180 grados. Hemos cerrado un ciclo político y tiene que empezar otro nuevo en el que ya nada puede ser igual que lo que hemos vivido hasta ahora. Sin la plena garantía de la libertad no habrá Gobierno legítimo.

Acabamos de honrar la memoria de las últimas víctimas mortales de la barbarie. Jorge y Fernando, que en paz descanséis, porque en las calles de Vitoria hemos podido ver de nuevo cómo está viva la semilla democrática que todos habéis sembrado con tanta generosidad. Nati, Carlos, Sara, Marta..., sois un ejemplo de dignidad y coraje de esta lucha por la libertad, que tiene que encabezar, una vez más, precisamente la juventud. Sabéis que tenéis el cariño y la solidaridad de la mayoría de los ciudadanos, aunque, por desgracia, no os podamos devolver lo que más queríais.

Francisco J. Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política de la UPV/EHU, autor de Los vascos y la política y director del Euskobarómetro.

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