CRÓNICAS La memoria de paja JUAN CRUZ
El poeta colombiano Darío Jaramillo decía el otro día en Madrid, donde leyó una antología de sus versos, Aunque es de noche (Pretextos), que cuando una desgracia cae sobre una persona -y él relataba en ese instante cómo el terrorismo de su país atentó contra él; ahora pisa el aire con un pie-, el individuo se vuelve mejor persona, pues hay una enorme capacidad de respuesta en el ser humano a raíz del infortunio. Jaramillo decía, asimismo, que la falta de memoria, que le ha quitado sentimientos de culpa, le ha prevenido también de la vanidad y del rencor. La desgracia y la memoria, el rencor y la vanidad. ¿Cómo salvarse? "Sin pie, mi cuerpo sigue amando lo mismo/ y mi alma se sale al lugar que ya no ocupo,/ fuera de mí". Jaramillo leía sus versos en el Círculo de Bellas Artes, ante un auditorio exiguo pero compacto y bastante recogido: los suyos son versos de amor, desgarrados y también utópicos: el ser amado se escucha desde lejos y él viene a su encuentro desde una soledad sólida y asimismo desgarrada, como si fuera, la soledad, una amiga bellísima de la que sí tiene un recuerdo muy vívido.
Jaramillo ha vivido en Colombia el drama de una sociedad que se tacha a sí misma, que vive quemando su memoria como si fuera de paja, y vive también renaciendo de su desgracia innumerable como si ésta fuera ya una horrible costumbre. Escuchar sus versos, tan lejos de allí, acaso a tres mil kilómetros del origen de la memoria, y también de la fabricación misma de la culpa que nunca se sabe dónde alojar, el poeta leía con melancolía, y también con cierto entusiasmo abatido, el resultado que esa experiencia ha dejado en su alma finísima de hombre acosado por la historia y también por todo aquello que no se puede escribir sino con versos.
En la sala contigua, en el mismo Círculo, una notabilísima revista literaria, Barcarola, que ha construido desde Albacete y durante 59 números un imaginario cultural único sin duda en su contexto, pero también en Europa, presentaba su monográfico MAO, dedicado al poeta Manuel Álvarez Ortega. Acaso algunos no conozcan a Álvarez Ortega: militar de oficio, hombre de mirada clara y ojos generosos, de bigote largo y camisas blancas, es aquel poeta que siempre recibía a los jóvenes escritores en el Café Gijón y decía muy al final de la conversación, si lo decía, que él también era poeta; de eso da fe en el número Marcos-Ricardo Barnatán, que fue su descubridor para muchos, y dan cuenta también de esa admiración Blanca Andreu -que habla de los "secretos del maestro de más exquisito oído", escuchados por encima del rumor ocioso del café-, y gentes como César Antonio Molina, Luis Antonio de Villena, Francisco Umbral, Jorge Rodríguez Padrón, Jaime Siles, Rafael Argullol...
Poetas de las más diversas generaciones hablando sin reticencia de un solo poeta... La atmósfera que allí se veía, en aquella sala, resultaba un símbolo de la actitud que ha desatado a su alrededor, a lo largo de los años, este poeta andaluz que eligió la milicia sanitaria, y presentaba siempre, para los que aún en los setenta no entendíamos mucho cómo se podía ser militar y poeta, el aire melancólico y bondadoso del que no es capaz de juntar memoria y rencor, vanidad y competencia. Ahora Barcarola le agradece esa actitud y, como es natural, su poesía, que ha escrito ausente de las vanaglorias, como si fuera -y así se titula un libro suyo- un hombre de otro tiempo.
De actos así, celebrados muchas veces en el silencio sin afanes de un grupo de amigos más o menos abundantes, está llena la costumbre cultural cotidiana de Madrid. Horas después saldría de la cárcel de oro, en Inglaterra, el dictador Augusto Pinochet, de regreso a la libertad en Chile. Miles de ciudadanos van detrás de su conciencia y de su memoria, con sus rostros tachados por la bota militar, por el rencor de acero de la historia rectificada. La desgracia nos hace mejores, dice Jaramillo. Pero, ¿cómo se salvan los poetas de la persistencia del rencor, cómo se salvan?
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