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¿Por qué tenemos la fertilidad más baja del mundo? VICENÇ NAVARRO

La respuesta a esta pregunta es que ni la sociedad catalana ni la española ofrecen seguridad a la mujer joven. Los datos hablan por sí solos. Según la Encuesta de Población Activa -EPA, la única encuesta de la situación laboral que mide con certeza el desempleo en nuestro país-, el paro entre las mujeres jóvenes (16-25 años) en Cataluña es del 36% y en el resto de España es del 38%, de los más altos de la Unión Europea. La mujer joven no puede independizarse, lo cual la fuerza a vivir con sus padres hasta que tiene 30 años (edad promedio en que la mujer joven deja su domicilio parental). Es difícil tener piso propio y establecer una nueva familia a no ser que la mujer joven o su pareja tengan trabajo. Pero el problema es todavía más grave que la falta de trabajo. Esta mujer joven, cuando por fin encuentra trabajo, carece también de una infraestructura que le permita compaginar su responsabilidad profesional con su responsabilidad familiar, situación que comparte, por cierto, con la mujer adulta. Las mujeres españolas y catalanas están sobrecargadas; trabajan como promedio semanal 44 horas en labores familiares, tomando cuidado de los niños, de los ancianos, de las personas con discapacidades, de los jóvenes en paro, y de las personas adultas. Ninguna otra mujer en la UE trabaja en labores familiares tantas horas a la semana, y además el 38% trabaja también en el mercado de trabajo. Varias sociedades europeas (como las sociedades escandinavas, de tradición socialdemócrata) proveen servicios de ayuda a la familia como un derecho de ciudadanía, lo cual implica que una mujer trabajadora tiene el derecho de enviar a sus niños menores de tres años a escuelas infantiles de 8.30 a 18.00 horas y de tener hasta un total de cinco visitas de servicios domiciliarios al día para cuidar miembros de la familia que estén incapacitados. El lector me permitirá contarle una situación personal que me ocurrió hace ya siete años. Pero antes tengo que informarle de que cuando tuve que exiliarme de Cataluña en los años sesenta por razones políticas, el Gobierno sueco me dio cobijo. Allí encontré a mi esposa, que es sueca. Hace siete años mi suegra, sueca, de 84 años, se cayó y se rompió la cadera. En la misma semana, le ocurrió lo mismo a mi madre, de 93 años, aquí, en Barcelona. Aquella situación me permitió comparar cómo dos sociedades -la sueca y la catalana- cuidan de sus ancianos. En Suecia mi suegra tenía el derecho de recibir en casa cinco visitas de los servicios domiciliarios, una por la mañana que la levantaba, limpiaba y le daba el desayuno, otra le venía a mediodía a hacerle la comida, otra por la tarde a hacerle compañía, otra por la noche para hacerle la cena y meterla en la cama y otra a las dos de la madrugada para llevarla al lavabo. El lector es probable que lance un suspiro de admiración, de sueño de una realidad de difícil alcance aquí. Pues bien, cuando comía con mi amigo el ministro de Sanidad y Bienestar Social de Suecia me decía: "Vicenç, estos servicios los proveemos a personas que están en situación como tu suegra porque es un programa muy popular; porque es más económico tener a tu suegra en su casa con servicios domiciliarios que en una institución, y porque creamos empleo". (El 8% de toda la población adulta trabaja en estos servicios de ayuda a la familia, comparado con solo el 0,8% en España). Veamos ahora quién cuidaba a mi madre. No hay en Cataluña servicios que se parezcan a los que recibía mi suegra. Como máximo hay unas compañías privadas de atención domiciliaria a los ancianos (que no hacen ninguno de aquellos servicios, se limitan sólo a hacer compañía a los ancianos), cuyo coste está claramente fuera del alcance de la mayor parte de la ciudadanía. En ausencia de estos servicios, mi hermana (de mi generación) cuidaba de mi madre. La mujer catalana y española es la que cubre las enormes insuficiencias del Estado de bienestar, pero a un enorme coste personal. Las hijas y nietas de las mujeres de la generación de mi hermana, sin embargo, no harán lo que sus madres hicieron, y con razón. Las familias siempre serán las que se sentirán responsables del cuidado de hijos y ancianos, pero necesitan ayuda; no se las puede continuar exigiendo tal nivel de dedicación y absorción. No es justo limitar el potencial de las mujeres negándoles que puedan desarrollar su vida profesional.El paro de la mujer joven sueca es sólo del 8%. Vive en su propia casa desde que tiene 20 años y tiene como derecho de ciudadanía el poder acceder a los servicios de ayuda a la familia. No es sorprendente que su fertilidad sea mucho más elevada que la española. Últimamente, y debido a las políticas económicas del Gobierno conservador sueco que resultaron en un aumento del desempleo juvenil en los años noventa, la tasa de fertilidad disminuyó. Pero la cifra de fertilidad de Suecia y de los otros países de tradición socialdemócrata continúa siendo de las más altas de Europa.

Hay otra condición para que la mujer joven se considere segura que no se da ni en Cataluña ni en España. Es el apoyo de la pareja compartiendo las labores familiares. Y ahí sí que soy pesimista. El varón sueco pasa 22 horas semanales en labores familiares, comparado con solo 6 horas en el caso del varón catalán y español. El lector me permitirá compartir otra nota biográfica. Cada año doy clases a estudiantes de 20 a 22 años en la The Johns Hopkins University de Estados Unidos (en donde he estado trabajando durante 32 años) y en una universidad catalana, en Barcelona. Todos los años les hago a los varones estudiantes de las dos instituciones la misma pregunta: "¿Cuántos de ustedes saben cocinar un plato de espaguetis que sea bueno además de comestible? Sólo el 30% de los estudiantes de Barcelona levanta la mano, comparado con prácticamente el 100% de los estudiantes de Hopkins. La causa es fácil de entender. En Estados Unidos los hijos dejan la casa de los padres a los 17-18 años y tienen que cuidarse ellos mismos. En cambio, la mayor parte de estudiantes en España vive todavía en casa y las madres los cuidan y les cocinan. Esta dependencia familiar, además de sobrecargar a la mujer, inhibe el potencial de la juventud, dependencia que se impone como consecuencia de la inhabilidad de proveer a los jóvenes con medios para independizarse. Las becas universitarias en España, por ejemplo, son muy pobres y escasas e incluso están ahora, bajo un Gobierno conservador, disminuyendo. No estoy, por tanto, culpabilizando a los jóvenes, sino a un sistema que está reproduciendo unas dependencias que inhiben el desarrollo de la población adolescente. Ello también repercute en el retraso del proceso de formación familiar, causa de la baja fertilidad. Ni que decir tiene que otros factores también intervienen, pero los aquí citados desempeñan un papel clave.

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