Ir al fondo ANDRÉS ORTEGA
En su último discurso sobre el Estado de la Unión, el pasado 27 de enero, Bill Clinton se enorgulleció de estar a la cabeza de un país en el que, en diez años, no habrá una raza mayoritaria en su Estado más poblado, California, y en 50 no la habrá en el conjunto de EEUU. "En un mundo más interconectado, esa diversidad puede ser nuestra mayor fuerza". Aunque las tensiones raciales sigan más que presentes en la sociedad estadounidense, ¿qué dirigente en el poder en la UE es capaz de hablar en tales términos; considerar la inmigración y la diversidad racial no como un problema? El caso Haider -que se ha alimentado electoralmente de un discurso xenófobo en un país que ha visto la inmigración, legal e ilegal, rápidamente aumentar a más de un 10% del total de la población-, o los trágicos sucesos en El Ejido, cuyo alcalde, Juan Enciso, del PP, no ha mantenido un discurso tan diferente del austriaco, ponen de relieve lo que va a ser un problema creciente en Europa. Más aún si se suma, como se ha visto también en El Ejido, que en la Europa del postmuro hay inmigraciones en competencia: la del Este frente a la del Sur. Hay que ir más allá de la epidermis, al fondo de las cuestiones que plantea la inmigración. Afrontarlas exige coraje, pues hay que mirar no sólo a ellos, sino a nosotros mismos. Europa, y España, va a necesitar más inmigración. En todo caso, va a venir más. Lo que lleva a abordar la siempre escurridiza cuestión de una política común en la UE, especialmente en el espacio Schengen; la lucha contra la explotación, de los ilegales en especial, y la educación, tanto de las poblaciones receptoras como de las inmigradas, a la tolerancia, a la convivencia y al mestizaje, al respeto del otro, y la cuestión de la multiculturalidad. Pues los nuevos medios de comunicación -sobre todo la TV por satélite- permiten a los inmigrantes mantener un vínculo más estrecho con sus culturas y países de origen. Ya en otra ocasión se señaló la insistencia del sociólogo Anthony Giddens en que la izquierda, dominante en Europa en la actualidad, no se limite simplemente a criticar la xenofobia, sino que que fomenten políticas que la eviten, desde potenciar una ciudadanía cosmopolita -o al menos la ciudadanización de la inmigración en los países europeos- a revisar los sistemas de bienestar de que se puedan beneficiar los inmigrantes.
Quizás los europeos podamos aprender de EEUU, que siempre ha sido una sociedad de inmigración: unos 840.000 anualmente en el último lustro, habiendo ascendido la cifra a un millón en 1999. Pese a las apariencias, la UE no se ha quedado atrás. En 1997, según las últimas cifras (sin contar a Italia e Irlanda) de que dispone Eurostat, la UE acogió a 872.000 inmigrantes extracomunitarios, más de la mitad de ellos en Alemania, y sólo 21.695 en España (junto a otros 36.182 provenientes de la UE). Es decir, en el caso español, casi la mitad de inmigrantes de fuera de la UE que en Austria, que tiene una población que representa una quinta parte de la española. Alemania tiene un 6,6% de población extranjera extracomunitaria. España, sólo 0,7%. Hay varios modelos de inmigración en Europa -el británico, el alemán o el francés-, pero ninguno en España.
La emigración es, como lo fuera para España, una fuente esencial de ingresos para algunos países, como Marruecos: la segunda partida, ahora tras el turismo. Para España, una política común de inmigración de la UE, que se busca en un plazo de cinco años, es una urgencia; una política constructiva, entiéndase. Pues en ella España se juega el ser país-frontera o país-puente; una posición desagradable u otra que puede aportar un plus a este país. Pues los sucesos de El Ejido han contribuido como pocos a empañar la imagen de este país en el que se producen este tipo de brotes xenófobos a la vez que huelgas y manifestaciones contra una mayor importación de tomates de Marruecos. No es cuestión de una cosa o la otra. Sino de ninguna.
aortega@el país.es
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