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La inteligencia del candor

Marcelino pan y vino es una de las películas españolas que más resonancia internacional han alcanzado. Gracias a ella, el rostro de un niño se convirtió en un amistoso fetiche para medio planeta. Hubo quien aquí interpretó aquella adopción como un brote de ternurismo hueco. No era así. En el filme hervía un cine inteligentísimo, de grande y refinado vuelo metafórico.Su director, el húngaro Ladislao Vajda, es artífice de una de las más altas cumbres del cine español y a ella se llega por fuerza a través de esta película, que es un alarde de precisión en el uso del estilo funcional clásico, y que contiene una de las mejores creaciones colectivas que se recuerdan, un asombroso, genial reparto.

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El niño Pablo Calvo era el gesto de una forma contagiosa de candor, que movía (en realidad, que galvanizaba) la formidable malicia de una panda de inmensos energúmenos de la escena española. El tú a tú trenzado por el candor del niño y los rostros, curtidos en todos los esperpentos, de Juan Calvo, Rafael Rivelles, Manuel Alexandre, Juanjo Menéndez, Joaquín Roa y, entre otros portentos más, Antonio Vico, es un prodigio que conduce a otro filme que, sin tanto ruido, fue más lejos en la conquista de una identidad por el cine español. Mi tío Jacinto es una obra maestra, que llevó el choque entre el gesto natural de un niño diáfano y la elaboración alquímica por Antonio Vico, uno de los supremos actores que ha dado España, de un entramado de signos gestuales sin equivalente en otra latitud, es un inigualado puñetazo de arte ibérico. De ahí que Pablo y Calvo sean dos palabras mayores, ligadas a un instante de genio de nuestro cine, en el que la luz de un niño efímero fue vertebral, más que bonita, que tierna o que ornamental.

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