Un tiempo abolido PONÇ PUIGDEVALL
Fui a Figueres uno de los días más tristes del año, cuando el cántico febril de los niños de San Ildefonso se empecina en que los ciudadanos retrocedan hasta el siniestro blanco y negro del franquismo. Fui a Figueres en uno de los nuevos y confortables trenes Delta, pero la sordidez y la chabacanería de otros tiempos no sólo me acompañó a través de la radio que un matrimonio de payeses escuchaba con embobada ilusión, sin indignarse con la bajeza de los tópicos sobre el azar que aireaba el comentarista: la miseria de aquel pasado recuperado monótonamente por las voces infelices de aquellos niños también se materializó en la figura de un hombre con dentadura postiza, sentado enfrente de mí, que consumió buena parte del trayecto rebañando con galletas el fondo de un yogur. Fui a Figueres para visitar el Museu de l"Empordà, para recorrer sus salas, para viajar hasta aquel pasado de esplendor republicano que fue abruptamente abolido con la guerra civil y que en la actualidad se expone bajo el título Figueres 1900-1936. Imatge i realitat de la Catalunya republicana. Pero ni el descanso que supuso huir del sonsonete de la lotería, ni el bullicio de la actividad comercial, ni la vitalidad de las calles y de la rambla, nada consiguió que olvidara la sombra de los tiempos de penuria: quizá era víctima de una manía persecutoria, pero me pareció que la fachada del edificio donde se ubica el Museu de l"Empordà llevaba marcados los signos arquitectónicos del franquismo. Allí me esperaba Anna Capella, la directora del Museu de l"Empordà y artífice del cambio y de la modernización que se ha operado en sus salas, aplicando la sensatez de la museología a lo que antes sólo funcionaba con las virtudes de la buena voluntad. En aquellos momentos el recinto dedicado a la exposición de la época republicana de la ciudad estaba abarrotado de visitantes, mayoritariamente jubilados, a la búsqueda quizá de pistas para el ejercicio de la memoria, y Anna Capella me propuso un recorrido por las plantas superiores para mostrarme las diversas colecciones del museo. Pero antes hojeamos el catálogo editado con motivo de la exposición: coordinado por Jaume Santaló, con textos de historiadores como Josep M. Fradera, Enric Pujol y Ángel Duarte, incluye un extenso y valioso repertorio gráfico. Fuimos recorriendo las salas, desde la que ocupa el lote de piezas en depósito procedentes del Museo del Prado, cedidas en el año 1885, hasta el piso dedicado a las últimas corrientes artísticas: se pueden ver obras de Ramon Casas y Joaquim Sunyer, de Isidre Nonell y Alfred Opisso, acuarelas de Pere Calders y Tísner, hay una muestra de los pintores de Dau al Set y aparecen representadas las tendencias más recientes del arte ampurdanés. Pero la visita sirvió sobre todo para contemplar por primera vez la obra de un pintor extrañísimo, Josep Blanquet i Taberner (Figueres, 1850-1930): Salvador Dalí quiso ver en los cuadros de este artista la primera manifestación del hiperrealismo, producto de su hábito de reproducir minuciosamente sobre la tela las fotografías que tomaba como modelo, pero su magnetismo se basa no tanto en la habilidad para la copia como en el sutil juego de espejos deformantes con que trasciende el modelo real. Y es una serie de fotografías de finales del XIX, de las que utilizó Blanquet para inspirarse, con lo que se abre Figueres 1900-1936: imatge i realitat de la Catalunya republicana, un recorrido desde la cotidianidad menestral hasta el fulgor de la Segunda República y el estallido de la guerra civil. La exposición es una radiografía socioeconómica de una ciudad dinámica y cosmopolita, con documentos que informan sobre las transformaciones urbanísticas y arquitectónicas y sobre la vida cotidiana y sus manifestaciones culturales: la tradición figuerense de progreso y libertad del siglo XIX fue el terreno idóneo para la recepción de las nuevas corrientes estéticas y políticas, el ámbito donde pudieron nacer y educarse gente como Jaume Miravitlles, Salvador Dalí o Alexandre Deulofeu. El visitante se enfrenta con una crónica eficazmente didáctica centrada en los avatares de la ciudad durante el convulso primer tercio del siglo XX, metáfora de la ilusión y el entusiasmo colectivo y muestra del triunfo de un cierto pensamiento civilizado que terminó desembocando en la barbarie y la desolación: después de Barcelona, Figueres fue la ciudad catalana más castigada durante la guerra, y su situación geográfica la convirtió en paso obligatorio para los miles de derrotados en camino hacia el exilio.
Al final de la vorágine bélica, después de las imágenes de los bombardeos y la destrucción y las matanzas de civiles que se pueden observar en el desgarrador documental con que se cierra la exposición, se abría la puerta a la miseria y la penuria, al cántico de los himnos febriles y al siniestro blanco y negro del franquismo: al salir del Museu de l"Empordà ya había finalizado el sorteo de la lotería, pero los informativos de la televisión aún habían de recordarme machaconamente la pesadilla, la miseria de un pasado abolido.
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