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El imposible canon

El suplemento cultural de este periódico, Babelia, publicaba la semana pasada una encuesta entre sus colaboradores habituales sobre los 10 mejores libros escritos en español durante este siglo. Como es lógico, las divergencias entre los encuestados han sido grandes, y la muestra resultante, muy variada. Los representantes avisaban sabiamente de que se trataba de un juego, no de un canon. Porque, en efecto, aunque las listas nos gusten a todos, no es posible ofrecer un canon con fundamento de la literatura contemporánea, ni de la española, ni de la europea, ni de la universal, si es que puede hablarse de esto último. Lo de 10 es una herencia bíblica, pero entra también dentro de las reglas del juego.El canon es, más que nada, cosa válida para el pasado y empresa colectiva. Podremos estar de acuerdo en algunos autores contemporáneos, pero ya bastante menos en los títulos, que es en lo que consiste verdaderamente el canon. En cambio, no habrá demasiados problemas en ofrecer el canon de la literatura del siglo de oro. Desde luego, tampoco éste se halla cerrado. Antes de 1927, Góngora (las Soledades y el Polifemo en especial) era excluido de las listas, bajo la condena inapelable de Menéndez Pelayo, y a comienzos de siglo, la poesía de san Juan de la Cruz no poseía la valoración central que posee hoy. La justicia poética tampoco es definitiva, aunque uno cree que se acerca más a la justicia absoluta que otras justicias de este mundo.

Existe un problema previo en todo esto: la heterogeneidad de los títulos. ¿Es la creación pura superior a la obra especulativa? Resulta dudoso, porque, de ser así, los diálogos platónicos carecerían de sitio en el canon de la literatura clásica. ¿Y hemos de renunciar en este siglo a la valoración canónica de los grandes libros historiográficos de don Américo Castro, tan bellos y tan trágicos? Hacerlo sería una amputación, como lo sería renunciar a los diarios y discursos de Manuel Azaña, por sólo citar dos ejemplos. ¿Quién nos dice además que el siglo constituye una unidad operativa literariamente? Si no lo es en términos históricos -el siglo XX comienza de veras con la Gran Guerra y termina más o menos con el hundimiento del comunismo-, tampoco lo es en términos literarios y artísticos, aunque Las señoritas de Aviñón es de 1907 y el primer volumen de la Recherche proustiana se publica un año antes de la guerra del 14. Se trata, es evidente, de dos obras fundadoras de la modernidad.

Harold Bloom escribió su libro El canon occidental para oponerse a los estragos del multiculturalismo, que en Estados Unidos han sido particularmente feroces y descalificadores de la gran cultura por eurocéntrica, machista, etcétera. En ese sentido, su aportación era y es válida, al margen de que, por razones didácticas, su libro recogiera autores y no obras, y al margen de que, como se ha dicho antes, el canon sea empresa colectiva e imposiblemente contemporánea. Conviene recordar que el gusto estético se asienta en nociones jerárquicas; sin ellas no existe la cultura, esto es, la sabiduría acumulada por los mejores a lo largo de la historia. La sola sabiduría real, incluida en ella, naturalmente, la de la ciencia. Y eso sin perjuicio de no considerar inmutables ni sacrosantas las grandes expresiones de esa herencia. Nada menos inmutable ni sacrosanto que la creación artística, que es, por definición, radicalmente humana.

Pero está bien que juguemos, siempre que sepamos a qué jugamos, como en la ocasión que he comentado. Los juegos serios son cosa importante. Aunque la literatura -conviene recordárselo a los posmodernos- es bastante más que un juego. Es eso tan difícil, la sabiduría.

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