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Tribuna:UN PAÍS AL BORDE DEL COLAPSO
Tribuna
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Afganistán, el fracaso de la esperanza

La lucha entre facciones ha dado como resultado una situación cercana a la Edad Media con armamentos del siglo XXI

Afganistán, una nación de larga historia, se encuentra hoy prácticamente al borde del colapso. Hace 20 años, el Ejército soviético fue el último de una larga lista de fuerzas extranjeras que han utilizado este país como campo de batalla para luchar por sus objetivos geopolíticos. Durante los años ochenta, EE UU y sus aliados introdujeron allí armas por valor de más de 7.000 millones de dólares (1,1 billones de pesetas). En ese mismo periodo, los soviéticos suministraron a sus protegidos material militar y armamento por un valor similar. Cuando el Ejército Rojo se retiró en 1989, la coalición encabezada por EE UU perdió interés en la región. Su objetivo a corto plazo de convertir Afganistán en el Vietnam de los soviéticos estaba logrado y el país, una vez devastado, ya no tenía gran importancia estratégica.La entrada de dinero se interrumpió, pero las armas se quedaron y, junto con las drogas, pasaron a ser la principal fuente de financiación para todos los bandos. Durante los años noventa, la pobre infraestructura que quedaba se derrumbó y la anarquía fue triunfando a medida que las distintas facciones de muyahidin se enfrentaban entre sí en varias fases de luchas internas. Todos los bandos afganos contaban con el apoyo de distintas fuerzas extranjeras, cada una con sus propios intereses en la región. Para la población civil se trató de alianzas mortales. Los últimos combatientes son, por un lado, los muyahidin, que continúan formando una confusa alianza septentrional bajo el mando del comandante de campo Ahmed Shah Massud y, por otro, un movimiento casi religioso, creado a principios de los noventa en las madrassas y los campos de refugiados de Pakistán, constituido por los talibán y encabezado por el dirigente mesiánico Mullah Omar.

Desde 1994, ambas facciones están en guerra abierta. Al principio, los talibán se encontraron con poca resistencia, y en 1996 se apoderaron de Kabul. Pero a medida que se iban haciendo con el dominio de más zonas fueron imponiendo un rígido estilo medieval de islamismo que hasta entonces había sido desconocido para la mayoría de la población. Cerraron las escuelas para niñas, obligaron a los hombres a la plegaria colectiva y establecieron una larga lista de medidas arbitrarias destinadas a controlar a la población. Cualquier cosa tachada de contraria al Islam, según la peculiar interpretación de Mullah Omar, quedó prohibida y castigada. La religión se ha convertido en una cómoda máscara para ejercer el poder.

El resultado es una situación cercana a la de la Edad Media con armamento del siglo XXI. Los datos son sobrecogedores. Afganistán se encuentra en último lugar del mundo prácticamente en relación con todos los indicadores sociales, educativos, económicos y de derechos humanos. La situación y el trato que sufren las mujeres se califica en la actualidad con benevolencia de discriminación de sexos, pero en realidad, después de varias décadas, constituye un auténtico intento de genocidio basado exclusivamente en razones de sexo. La sociedad afgana es una de las más militarizadas y minadas del planeta. Los civiles son los objetivos fundamentales de las tácticas militares indiscriminadas y despiadadas que emplean las dos principales facciones en guerra.

Así pues, en este fin de siglo, Afganistán se enfrenta a varios retos. En primer lugar, tanto los talibán como la alianza septentrional están convencidos de que existe una solución militar al conflicto, es decir, que pueden ganar. Por tanto, no buscan solución política. La consecuencia es que no se han fijado objetivos políticos viables ni un programa serio para negociar entre sí mientras la comunidad internacional intenta emprender un diálogo. Ambas facciones han manipulado dichos esfuerzos y a las naciones que les patrocinan como forma de mejorar su posición militar sobre el terreno mediante tácticas dilatorias y el intercambio de diversas propuestas inaceptables. En segundo lugar, las potencias regionales que apoyan a cada una de las facciones siguen considerando el conflicto como una ecuación en la que la ganancia del contrario es la propia pérdida, y no tienen la voluntad política de hacer concesiones viables en el tablero asiático. En tercer lugar, debido a sus intereses nacionales, ni EE UU ni Rusia desean apoyar ninguna iniciativa que implique dar aliento a este tipo de Gobierno islámico. La tolerancia de los talibán respecto a las violaciones de derechos humanos, la producción permanente de narcóticos y ciertos aspectos de su comportamiento internacional que incluyen la condonación del terrorismo como instrumento contra sus enemigos han producido la situación actual de punto muerto.

Es el problema del terrorismo, simplificado en la búsqueda de Osama bin Laden, lo que ha captado la atención de la comunidad internacional. Como consecuencia, la ONU impuso el mes pasado una serie de sanciones. La continuación de las graves violaciones de los derechos humanos y la falta de voluntad política de las partes implicadas ofrecen pocas esperanzas para el futuro. ¿Existe alguna posibilidad de paz? Dado el fuerte espíritu del nacionalismo afgano que comparten todos los bandos, seguramente hay una forma de salir de esta situación de tablas políticas y militares. Un sistema federal o de una confederación muy descentralizada, con un mínimo Gobierno central en un Kabul desmilitarizado y la devolución del poder real a las regiones que ya están definidas: Pashtún en el sur, Tajik en el noreste, Uzbekistán en el noroeste y el Hazara shií en el centro. Los requisitos previos indispensables para llegar a este pacto serían que todos los vecinos de Afganistán estuvieran de acuerdo en cesar las entregas de armas a las distintas facciones y que hubiera garantías por parte de Rusia y EE UU.

Las ventajas de la paz para la región y Afganistán son evidentes. Para Rusia y las repúblicas de Asia central, los temores a la expansión de los talibán se verían mitigados por la existencia de una barrera en el norte, una zona controlada por las facciones de los tayikos y los uzbekos. Pakistán podría abrir rutas comerciales y alejar la pesadilla de los pashtunes, que amenaza con desintegrar al frágil Estado. Irán podría asegurar los derechos del grupo hazara y aliviar los temores de control saudí. Para la comunidad internacional en general, el acuerdo ofrecería ciertas perspectivas de hacer frente al floreciente comercio de drogas y armas en Afganistán y fomentar una postura más abierta con EE UU en relación con el problema de Osama bin Laden. Sin embargo, los grandes beneficiarios de la paz serían los propios afganos, que por primera vez en 20 años podrían intentar reconstruir sus vidas.

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Hay atisbos de esperanza de que esta opción pueda ser aceptable para todas las partes. Las recientes reuniones en Roma y Teherán bajo los auspicios del rey Zahir Shah no incluyeron a las dos facciones más importantes. El shií Wahdat ha defendido específicamente este sistema. Ahmed Shah Massud, en el pasado, ha tenido en cuenta esta opción, igual que los dirigentes Jombesh. Pero los talibán serán los menos receptivos ante los compromisos implícitos en una Administración federal. Además, tendrían que retirarse militarmente de Kabul, y es dudoso que Pakistán tenga la fuerza política necesaria para obligar a hacer concesiones a Mullah Omar. A falta de un consenso regional sobre la conveniencia de un Afganistán neutral y federado y de medidas internacionales para promover dicho acuerdo, el futuro ya es fácil de adivinar: una división con arreglo a la frontera etnolingüística del Kush hindú y la continuación de la guerra. En tal caso, las repercusiones en la frágil estabilidad étnica y política de varios vecinos de Afganistán se agravaría cada vez más. Las consecuencias humanas y de derechos humanos para la región eclipsarían las catástrofes recientes de África central y los Balcanes.

Andrés S. Serrano es responsable de asuntos políticos en la misión especial de la ONU en Afganistán.

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