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Reportaje:

Astrónomos y cosmólogos sondearán con los neutrinos el cielo profundo

Las partículas "fantasma" tienen una masa tan débil que todavía no se ha podido medir

Para observar el universo, astrónomos, físicos y cosmólogos recurren a las partículas de luz que son los fotones. Luz visible, luz infrarroja, luz ultravioleta, ondas radio, rayos gamma, rayos X: todo este espectro está a disposición de los investigadores para obtener información sobre las nubes de gas, las estrellas, las galaxias, los objetos más extraños y los fenómenos de los que son sede.Pero esta profusión de medios tiene sus límites. "Si bien es posible observar objetos muy lejanos en el ámbito óptico, es imposible, por el contrario, estudiar las radiaciones gamma tan potentes que emiten, porque para ellas el universo es opaco", explica François Montanet, del Centro de Física de Partículas de Marsella. La única posibilidad, "recurrir a otras herramientas. En concreto, hacia la más singular de ellas, el neutrino". Estas partículas, de las que existen tres especies (neutrino del electrón, neutrino del muón y neutrino del tau) establecidas con seguridad en 1989 por el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN, junto a Ginebra), tienen tales propiedades que las hacen depositarias de muchos secretos.

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Imaginado en 1930 por Wolfgang Pauli, que lo calificaba de "solución desesperada" para sostener sus trabajos teóricos, el neutrino fue utilizado con éxito por Enrico Fermi para explicar una de las cuatro grandes fuerzas del universo, la interacción débil. Pero sólo en 1953, Frederick Reines (premio Nobel de Física en 1995) y Clyde Cowan pudieron aportar la prueba de su existencia.

Débil masa

Partículas fantasmas, los neutrinos escapan fácilmente a la observación. Para empezar, no tienen masa, o más bien, una masa tan débil que todavía no se ha podido medir. Además, son neutros, y, por tanto, insensibles a los campos electromagnéticos. De hecho, interactúan poco con la materia (de 100 billones de neutrinos que atraviesan la Tierra de parte a parte, sólo uno se podrá parar). Y, por último, su número en el universo es tan grande -varios miles de millones por cada protón- que su papel no puede ser desdeñado.

Por lo que se refiere a sus propiedades, los neutrinos son depositarios de información sobre el funcionamiento interno de los astros. Pero perseguirlos no está al alcance de la mano del último recién llegado. Al día de hoy, no se han observado verdaderamente más que algunos tipos de neutrinos. Para empezar, los terrestres, surgidos de la desintegración radiactiva de ciertos elementos como el uranio; después, los producidos por las reacciones termonucleares del Sol.

Alta energía

Aparte de estos neutrinos solares y terrestres, los físicos y los astrónomos se interesan cada vez más por los neutrinos de muy alta energía. Los que surgen directamente de los procesos más violentos del universo y de los que esperan extraer información para comprender mejor fenómenos a los que hoy no se tiene acceso: agujeros negros, explosiones de estrellas, núcleos activos de galaxias, aniquilación de objetos macizos o estructuras imaginadas por los teóricos pero aún no observadas, como los monopolos o las supercuerdas.

Por eso se desarrolla hoy día la astronomía de los neutrinos, que, gracias a telescopios apropiados, permitirán explorar el cielo en profundidad y sondear los modelos físicos inaccesibles en energía a los mayores aceleradores de partículas. Son estas partículas las que, de manera indirecta, nos podrían permitir remontarnos al origen de ciertas oleadas de rayos cósmicos de una energía increíble que se observan en la Tierra, pero que han perdido su dirección original en los campos magnéticos intergalácticos.

A partir de ahí, la observación de estos neutrinos permitiría remontarse al origen de los acontecimientos que los crearon. Es la razón por la que se construyen actualmente dos observatorios en este ámbito de las energías muy altas: el estadounidense Amanda, en los hielos de la Antártida y en el que participan suecos, belgas y alemanes, y el europeo Antares, sumergido en las aguas del Mediterráneo [ver EL PAÍS, Futuro, 17 de noviembre de 1999].

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