Invención del silencio
Uno le creía ya un viejo muerto. Tenía casi cien años y hacía muchos, hasta el punto de que se pueden contar por décadas, que no hacía películas, pero su callada singularidad llena todavía un rincón recio, misterioso, oscuro, insustituible del cine europeo. Por eso no parece que Bresson se haya muerto; y su repentina desaparición, el sábado, tiene algo de suceso antiguo que no nos habían contado. Su memoria flotaba perdida, borrosa, semiolvidada, oculta detrás de sublimes películas que parecen no tener fecha de origen ni de caducidad. Son monumentos raros, inmóviles, de la poesía y de la inquietud. Dijo una vez sobre su Un condenado a muerte se ha escapado que es "una película bella, pero defectuosa, porque todavía tiene música". Parece un juego a la paradoja, pero no lo es. Lo que en realidad dijo Bresson, como amable reproche a un trabajo suyo, es que su película aún tenía música, cuando toda verdadera película no debe tener música, sino ser música. El asunto, dicho por un poeta de su talla, tiene gravedad, es definidor, proviene de una idea y no de una simple y fugaz ocurrencia.Fue el cine sonoro el que inventó al mudo y la obra de Bresson es el testimonio irrefutable de este enigma con aroma sagrado de misterio. En su obra de los días de la plenitud, el largo trozo de esfuerzo que le condujo de Pickpocket a Mouchette, dos de los más portentosos filmes que se han hecho, hay indicios de que no jugaba, ni andaba descaminado cuando dijo, ya con arrugas en el entrecejo: "El cine sonoro inventó el silencio", palabras situadas un punto de radicalidad más allá que las de su idea precedente. El silencio es un vaho de elocuencia en la conjunción y yuxtaposición de imágenes y sonidos dentro de un filme de Bresson. Se percibe, se palpa como si fuera una materia sólida. Se ve incluso el callar de las cosas. Por ejemplo, vemos ese callar en Mouchette, o en su testamento de El dinero, como en El grito, Munch nos hace ver la ronquera de un alarido instantáneo.
Un condenado a muerte se ha escapado es, aunque a Bresson le supiera su audacia a insuficiente, otra inexplicable formalización del silencio dentro de las formas de una película sonora. Hablar es una forma sublime de callar. Despojada de la servidumbre de significar, la palabra agota su existencia en sí misma, se hace sonido incrustado dentro de un despliegue de sonidos, se hace música, pura forma. Dijo otra vez Bresson, con nuevas arrugas añadidas al entrecejo: "Todo el mundo busca contenidos en una película, cuando lo único que importa son las formas y el misterio que esas formas encierran". Si el cine sonoro hizo el silencio, o más exactamente una forma hasta entonces desconocida de silencio, es porque para Bresson todo en el cine tiene condición de esencia, o no es cine, sino una simulación teatralizada de cine o, más exactamente, de cinematógrafo, término que adoptó para designar lo que él hacía en combate perpetuo contra lo que entendemos como cine convencional, incluido el de los grandes maestros, de Griffith a Renoir y de Renoir a Rosellini. Él no creía hacer cine, sino otro arte, otro fuego, otra cosa situada más allá, o más acá, del cine.
La metáfora musical de la invención, mediante el sonido, del silencio, nos cuenta algo de la esencia del buscador de esencias que se movía en la imaginación de este poeta absoluto de la imagen. Bresson calló ayer del todo. Se ha fundido en su misterio, que es el de la espiritualidad de la materia. Desde esta idea se puede ir al fondo de sus composiciones, que hicieron de él el más hermético, pero también el más exquisito de los cineastas. No es, ni lo será nunca, fácil ver su cine. Su obra teórica, condensada en apretadísimos, y con frecuencia impenetrables aforismos, sigue ahí, a medio averiguar. Lo estará siempre. Como en sus imágenes, cada uno lee en ella el espejo invertido de su pensamiento. Sobrevivirá a su muerte. Sus poemas visuales no están hechos de materia perecedera. Le olvidaremos para, bruscamente, sin saber por qué, volver a él y despertarlo.
Babelia
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