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La basura

Muy pronto, como ocurre en Nueva York, las autoridades pondrán multas a los vecinos que no respeten las normas para reciclar bien. La basura se ha convertido en un valor sagrado: no se puede tirar cuando uno quiera ni donde uno desee, no puede mezclarse en un todo como si careciera de categorías y, desde luego, no se la debe abandonar a su suerte. Cada vez más, los detritus se encuentran en el centro de la preocupación, y no sólo porque puedan llegar a ahogarnos, sino porque han adquirido un estatus de respeto (como demuestra su creciente utilización en cuadros, esculturas e instalaciones) que nadie puede atreverse a ignorar.En los entornos de las ciudades van creándose plantas de reciclaje que se convierten en el orgullo de la nación, de la alcaldía y del pueblo llano. El deber de no desperdiciar los desperdicios se ha trasformado en un mandato de tanto predicamento que la noticia industrial más novedosa es la creación de parques eco-industriales, como los que ya existen en Dinamarca o Alemania, donde se agrupan empresas que utilizan mutuamente sus residuos como si fueran auténticas materias primas. En general, a nivel ciudadano, quien usa hoy papel reciclado o coches reciclados no dejará de hacerlo notar, porque lo reciclado ha alcanzado mayor valor ético incluso que lo primigenio; viene a significar no ya sólo lo bueno sino, además, lo redimido, depurado del pecado original.

Cada año la Humanidad produce 12.000 millones de toneladas de residuos industriales y domésticos, lo que se traduce en un peso de dos toneladas de basuras por individuo como si se tratara de un rastro de despilfarro y culpabilidad. Con una particularidad inquietante: la producción de basuras se encuentra tan mal repartida como las riquezas, de manera que menos de un cuarto de la población mundial genera las dos terceras partes de los desechos sólidos totales. En concreto, los detritus norteamericanos llenarían, ellos solos, una fila de camiones de 10 toneladas dando veinte veces la vuelta al globo. ¿Hay quien soporte un bochorno de tal magnitud?

La basura es el revés satánico de nuestros actos más inocentes. La cara inmoral del placer de la producción y el consumo. Contra su testimonio obsceno, la obsesión de las sociedades avanzadas es la meta ideal del residuo igual a cero. Sea mediante incineraciones o enterramientos la basura debe, al menos, desaparecer, pero la complejidad misma de los productos fabricados acarrea una mayor complejidad para ocultar los restos. Lo preferible, de acuerdo con la conciencia moral, es tratar de minimizar y prevenir el residuo hasta su grado máximo. ¿Cómo? Una esperanza de solución se deposita ahora en la capacidad de unas nuevas moléculas que los biotecnólogos preparan para romper o devorar a las moléculas tóxicas o, incluso, unas moléculas adiestradas para sintetizar materiales más ecológicos. De hecho, varios investigadores norteamericanos han logrado cultivar ya plásticos biodegradables a partir de la colza transgénica.

El soñado porvenir de la basura sería su plena desaparición, bien transmutada en un elemento abstracta, bien transfigurada su condición de producto grosero sin valor en el valor de un nuevo producto, óptimo para habitar entre nosotros. Vivir entre basuras se hace tan insoportable como arrastrar en la vida presente las peores escorias del pasado, tan insufrible como poseer una formidable riqueza entre un océano de miserables. La estrategia de la postmodernidad requiere borrar la historia de la actualidad, desprenderse del pretérito, crear a cada instante nuevos sucesos sin el lastre de su proceso. De esta manera la época alcanzaría, en uno de sus muchos aspectos semejantes, el destino asignado al siglo XXI. Es decir, el predominio de la hiperclase sobre la clase media, la hegemonía de la calidad sutil sobre la cantidad gravosa, el imperio del suceso sobre lo preexistente, la victoria de la informática sobre la mecánica. El triunfo, en fin, de lo limpio e intangible sobre lo que deja huella.

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