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Exilio interior

Las personas a las que nunca nos han echado a tiros de nuestras casas y de nuestro país, pronunciamos la palabra exilio como si fuese igual que otra cualquiera. Es fácil comprobar nuestro error leyendo las memorias de los desterrados españoles tras la guerra civil, La esfinge mestiza, de Juan Rejano; Vida en claro, de José Moreno Villa, o Memorias de una mujer sin plano, de Jeanne Rucar de Buñuel, esposa del genio de Viridiana y El ángel exterminador. Hasta los más proclives a desdramatizar aquellos años, como Francisco Ayala, han terminado por reconocer su crueldad y su dureza: "Después de todo", dice en De mis pasos en la tierra, "perder cuanto uno posee para verse despojado de su propia historia personal y lanzado hacia un futuro incierto, en viaje hacia lo desconocido, no deja de ser una experiencia donde la metáfora adquiere tremenda realidad. El Voyage autour de ma chambre se convierte entonces para el escritor en un "voyage au bout de la nuit". Hay testimonios estremecedores en las Memorias habladas, memorias armadas, de la poeta Paloma Ulacia, mujer de Manuel Altolaguirre, que relata así el reencuentro con su marido, en París, tras la huida de España: "Llegó al hotel con un abrigo negro y la cara transformada, nervioso, en un estado mental que daba miedo. Me contó que había caminado por la nieve con los pies congelados, durante días, desesperado al ver, a su paso, niños famélicos y muertos; hasta que encontró un campo concentración en el que se metió él mismo. Al entrar, quiso darles de beber a unas personas que estaban casi muertas. Era invierno y, por el frío, llevaba puesta toda la ropa que tenía y todos empezaron a reírse de él; entonces empezó a quitarse una a una todas las prendas, hasta quedar desnudo; loco, en el campo aquel, frente a toda la gente, se sentó frente al fuego que ardía para calentarse. Después, lo rescataron y lo metieron en un hospital psiquiátrico, en el que pasó una temporada". Y también hay recuerdos tremendos en el primer volumen de La arboleda perdida, de Rafael Alberti, que, por fortuna, no ha sido retocado como el segundo, librándose así de que alguien sustituyese a Miguel Hernández por Ernestina de Champourcin y a Picasso por Ibáñez, el inolvidable creador de Mortadelo y Filemón. A ese exilio de consecuencias demoledoras se ha opuesto el llamado exilio interior, que me parece un término más justo para quienes vivieron de verdad aislados y bajo sospecha, como Vicente Aleixandre, que para otros que convirtieron la España de Franco en un lecho de rosas, le sacaron a esa tierra baldía un gran partido personal y, poco a poco, supieron ponerle una vela a Dios y otra al diablo, ser a la vez intelectuales orgánicos y demócratas de toda la vida. Ahora se inaugura en Madrid una exposición del gran Alberto Sánchez, y al pensar en él como en un mito desconocido, un artista imprescindible del que se ha visto obligado a prescindir su país, se me ocurre que hay una tercera clase de exilio, aún más dramática, el exilio exterior, que es el que sufrieron quienes no sólo nunca llegaron a regresar, como Luis Cernuda, Emilio Prados o León Felipe, sino que vieron su arte exterminado por los asesinos. Alberto Sánchez es su ejemplo más contundente. Había nacido en Toledo, en la más absoluta pobreza; trabajó como porquerizo, herrero, afilador de cuchillos, escayolista y panadero; no aprendió a leer hasta los quince años, ya en Madrid. Su talento y su autenticidad le permitieron sobreponerse a todo: sus exposiciones en el Jardín Botánico o en el Ateneo lo pusieron al frente de la vanguardia española; Dalí, Lorca, Buñuel, Barradas y Maruja Mallo admiraban sin reservas sus trabajos.Fundó, junto a Benjamín Palencia, la extraordinaria Escuela de Vallecas. Pero la sublevación militar acabó con todo, su estudio de la calle Joaquín María López fue destruido en uno de los bombardeos fascistas sobre la capital; su obra básica se perdió. Se fue a Moscú y encontró otro escollo: la condena estalinista del arte abstracto, por ser antirrevolucionario. Murió allí en 1962.

Ojalá que esta exposición de la galería Almirante ayude, como antes hicieron el Museo Reina Sofía o la Biblioteca Nacional, al comprar sus esculturas y sus manuscritos, a seguir desenterrándolo. A este país aún le falta Alberto Sánchez.

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