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La humanización de la guerra en Colombia

El domingo 24 de octubre, 12 millones de colombianos desfilaron por las calles pidiendo un cese inmediato de la violencia que actualmente aqueja a mi país. "No más" era la consigna de los angustiados ciudadanos que se pronunciaron masivamente en contra del secuestro, de las masacres, de los asaltos a poblaciones, de las voladuras de oleoductos y de las minas antipersonales que están haciendo estragos en las posibilidades de convivencia de los ciudadanos.Simultáneamente, se conocían los resultados de una encuesta en la cual más de un 80% de la opinión se manifestaba en contra del proceso de negociaciones iniciado el mismo domingo por el presidente Pastrana con las FARC, el grupo guerrillero más importante, y el 57% apoyaba una intervención armada extranjera para combatir la guerrilla y el paramilitarismo.

Esta evidente contradicción entre la paz y la guerra se explica porque la gente está tan desesperada con el conflicto armado como desesperanzada con un proceso de paz errático y excluyente. La incertidumbre que rodeó la primera etapa de acuerdos, durante la cual el presidente Pastrana cedió sin avanzar y la guerrilla avanzó sin negociar, produjo una gran incertidumbre. Pero, además, la sociedad colombiana cada día se siente menos convocada; el presidente ha preferido buscar la paz en solitario, delegando tan formidable responsabilidad en tres o cuatro funcionarios y dejando por fuera al liberalismo, el principal partido de oposición, a los gremios, a los empresarios, a los estudiantes, a los campesinos, a los obispos, a los sindicatos, a los congresistas y a caracterizados dirigentes de su propio partido. Ellos han quedado relegados al papel de un coro que hace propuestas para que la mesa las decida.

En tan difícil coyuntura, lo único que podría reunificar a los colombianos en el anhelado propósito de la reconciliación nacional sería conseguir, como punto de partida de las negociaciones, un gran acuerdo sobre la aplicación inmediata de las normas vigentes sobre derecho internacional humanitario. Así por lo menos, mientras se definen los compromisos para acabar con la guerra, se logrará disminuir su impacto sobre los millones de colombianos inocentes, víctimas de ella, a nombre de los cuales se manifestaron miles de ciudadanos el mes pasado.

El agravamiento del conflicto armado que vive Colombia no solamente tiene que ver con la extensión de la guerra; también se relaciona con el deterioro de sus prácticas, cada día más indiscriminadas y violentas, que golpean a un mayor número de personas inocentes y colocan en una clara situación de indefensión a los propios combatientes.

El conflicto armado se está convirtiendo, poco a poco, en una gran carnicería que no respeta edades, sexo, condición ni conciencias. El panorama que presenta el profesor Luis Fernando Maldonado, de la Universidad Nacional, en su estudio sobre Conflicto y Derecho en Colombia, no puede ser más espeluznante: en el año de 1998 se registraron 350 acciones guerrilleras contra poblaciones indefensas; 382 policías y soldados permanecen secuestrados, al lado de más de 1.600 civiles retenidos por razones económicas; medio millar de estas personas son niños indefensos; durante el mismo periodo fueron cometidas 235 masacres -221, por los grupos de autodefensa-, que costaron la vida a 1.336 civiles; 37 veces fueron volados los oleoductos que transportan el gas o el petróleo, con daños incalculables contra la naturaleza; en una de estas operaciones, 75 personas perecieron incineradas por un "error de estrategia" aceptado por los causantes de ellas. No existe en el mundo ninguna motivación ideológica que pueda justificar un coste tan elevado en sufrimiento humano para conseguir unos propósitos políticos cada día más inciertos a la luz, entre otras cosas, de los procedimientos utilizados.

El Derecho Internacional Humanitario (DIH), como parte del Derecho Internacional Público, nació como una proyección del viejo concepto del derecho de gentes para que los conflictos que tuvieran que ser resueltos de manera violenta se superaran con el menor sacrificio de vidas humanas. Sus normas quedaron formalmente recogidas en la Convención de Ginebra del año de 1949 y los correspondientes protocolos que la desarrollaron en los años setenta. En Colombia, estos protocolos fueron aprobados en septiembre de 1994 y febrero de 1996, durante mi Gobierno.

Aunque el DIH trata de un conjunto de "reglas de humanidad de valor absoluto", recogidas en instrumentos normativos, internos e internacionales, su aplicación no resulta de la fuerza, sino de la aceptación de ellas por las partes involucradas en el conflicto. Precisamente, su carácter persuasivo implica que su aplicación debe producirse de forma independiente a su entidad normativa y que, por ello, no requiere para su vigencia de la existencia del denominado estado de beligerancia que convierte a las partes involucradas en una confrontación armada en "partes legítimas" del conflicto.

El mismo artículo 3º, común de los convenios, definió claramente que la ocurrencia de guerras civiles internas, como la que estamos viviendo precisamente en Colombia, generaba automáticamente responsabilidades humanitarias para las partes enfrentadas. Y no podía ser de otra manera.

La condición de beligerancia no es constitutiva, sino declarativa; cuando un Estado extranjero reconoce a una organización alzada en armas (algo que no acaba de entender cabalmente el Gobierno del presidente Chávez, de Venezuela, respecto al caso colombiano), ésta podrá beneficiarse de las consecuencias previstas internacionalmente, como disfrutar de un territorio seguro para sus prácticas militares, comprar a través del Estado-legitimador armas o disponer de recursos para financiar sus actividades, como lo hicieron varios países latinoamericanos cuando reconocieron la guerrilla de Nicaragua.

Lo importante en el análisis sobre la aplicación del DIH es que ni el reconocimiento del estado de beligerancia o del status político de una organización armada para entrar a una negociación, como puede llegar a darse en Colombia en las actuales circunstancias, ni la solicitud de una mediación internacional "crean" la obligación de respetar el derecho humanitario, porque éste es un compromiso ético que obliga a librar la guerra en condiciones civilizadas, siguiendo el dictado de normas morales que, como tales, son "universales, imperativas y suficientes".

En resumen, están obligados a aplicar el DIH, además de los Estados, todos aquellos grupos que hayan decidido organizarse para ejecutar acciones armadas, y esa obligatoriedad no nace de su reconocimiento político para negociar o del internacional que les confiere, según la Convención de Ginebra y sus protocolos, un status de "semi-Estado".

Son escasos los esfuerzos realizados en Colombia para enmarcar el conflicto armado actual dentro del DIH. La reciente aprobación de los Protocolos de la Convención de Ginebra y el generoso reconocimiento de su obligatoriedad constitucional por parte de la Corte han abierto, sin embargo, el camino para un examen serio sobre las posibilidades que se abren para empezar a aplicarlo.

Las normas del DIH prevén la posibilidad de celebrar acuerdos parciales de vigencia inmediata sobre temas relacionados con la defensa de los derechos humanos en medio de la guerra. Simultáneamente con las negociaciones de paz podría constituirse una mesa de trabajo, con amplia participación de la sociedad civil, para proteger derechos humanitarios en cinco campos concretos: excluir los niños de la guerra; sacar la naturaleza del conflicto; acabar con las desapariciones y los secuestros; no afectar escuelas, hospitales o depósitos de agua, y erradicar, siguiendo el mandato de la Convención de Ottawa, todas las minas antipersonales, incluyendo la limpieza de las zonas bombardeadas por las Fuerzas Armadas.

Para dar este trascendental paso de "humanizar la guerra" en Colombia, hasta donde una guerra pueda llegar a ser humana, no podemos esperar la terminación de las negociaciones ni dar el salto de la declaratoria del estado de beligerancia de la guerrilla. Se necesita, simplemente, que el Gobierno convoque a toda la sociedad a la mesa de negociaciones, sin egoísmos ni narcisismos políticos, y que la guerrilla ofrezca una muestra, una sola, de una voluntad de paz que, hasta el momento, no se ve por ninguna parte.

No hay tiempo que perder, particularmente cuando en este caso el tiempo que transcurre no se mide en días, sino en número de víctimas.

Ernesto Samper Pizano es ex presidente de Colombia.

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