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Crítica:DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Laberinto de aguas negras

Precedido de un justificado prestigio, el grupo británico trae a Madrid su compleja y última producción. Siempre duros, arriesgados, serios, esta vez resulta que la pieza no es perversa, sino despiadada con el espectador y con los propios intérpretes, que, como tantas veces en Bausch, conservan sobre la escena sus verdaderos nombres: ¿juego de espejos que se romperán? Tal vez. ¿Transgresión y mala uva? Seguro.Todo ello en una realidad figurada y nocturna, con apuntes coloquiales que recuerdan las ambiguas relaciones de los personajes de Pinter o los sórdidos entresijos domésticos de Orton. Es decir, una base de dramaturgia tan trabajada como densa, y así pesa, como una losa dentro de esa tónica surrealizante donde un sofá se convierte en lápida después del naufragio de todas las amistades, de todos los intentos de alegrar el amargo corro de los tipos tristemente elegidos por Newson, donde cada uno parece decirle al otro: "Sabes muy poco de mí". Y así es. Los bailarines son actores eficientes y muy preparados para sus complejos cometidos.

DV8 Physical Theatre

El día más feliz de mi vida. Música original: Nicholas Hooper; luces: Jack Thompson; vestuario: Katy McPhee; decorados: Daina Ennis. Dirección: Lloyd Newson. Festival de Otoño. Teatro de Madrid. 24 de noviembre.

El retrato de familia empieza entre los dos chicos, Rob y Liam, que comparten la pasión por las mancuernas de gimnasia y adoran el músculo, el vídeo porno, leen The Face, se miran muchísimo al espejo, se echan desodorante en spray en los pies, sienten pasión por las zapatillas de deporte Nike sucias y su aroma particular, y hasta juegan a un sexo hedonista que no va a ningún sitio. La ilusa Kate usa la polaroid modelo Spice Girls para dar testimonio de la reunión alrededor de un lascivo sofá. ¿Pero qué sucede bajo el caos y la ironía, la borrachera, el colocón en la discoteca, el consiguiente bajón a las puertas del after hours? ¿Qué pueden compartir esos chicos a la luz del día? Un vertiginoso avance del decorado da la respuesta.

La boda de los protagonistas les devuelve al punto de partida, a la traición, al ruego de alguna ternura que ya resultará grotesca, pues el humor tan británico del comienzo hace que los gestos más nimios se vuelvan poco a poco en sórdidos bofetones, brutales demostraciones de que el amor y su búsqueda no enseñan otra cosa que su distante inutilidad. La habitación se vuelve en la segunda parte una isla y el mar que la rodea no es precisamente el de la tranquilidad, son el oleaje turbulento y helador del sexo y sus fantasmas preferidos. Allí se nada por obstinación más que por instinto, se bracea sin rumbo. La isla se hunde finalmente, naufraga aquella balsa de la medusa en un laberinto de aguas negras, pues ya sabemos a ciencia cierta que el día más feliz en la vida de nuestros héroes no es otro que cualquiera, siempre con el confuso deseo de agotarlo, volver a la ruta oscura de sus soledades (si las han buscado con tanto encono es que las merecen). En el decorado de aquella habitación kafkiana donde entra hasta la lluvia, solamente faltaba un retrato de la reina (Isabel II, se entiende). Rob y Liam acaban hincados de rodillas, ebrios de sus propios desastres, reblandecidos por la humedad de la frustración, sin poder erguirse en ese laberinto al que pertenecen.

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