Un escritor precoz y una figura mítica
Paul Bowles fue una figura mítica para mi generación. Fuimos quizás la última generación que se tomó el acto de escribir, y de vivir la vida que pensábamos que era la vida de un escritor, como una religión. Bowles reunía todos los requisitos. A los 18 años había publicado precozmente su primera obra en la revista Transition. Como el propio Bowles, Transition, una idea del poeta y lingüista Eugene Jolas, tuvo un comienzo estadounidense y después se movió hacia París.Una obra que publicó por entregas la revista se convirtió en el Finnegan"s Wake de Joyce. El joven Bowles estaba en compañía de Hart Crane, William Carlos Williams, Gertrude Stein y Franz Kafka. Un comienzo deslumbrante. Después fue a la Universidad en Virginia, donde abandonó sus estudios. Se marchó hacia la orilla izquierda del Sena y dos años más tarde descubrió el norte de África.
En la década de los cincuenta todos leíamos a Bowles: The sheltering sky y Let it come down. Estaba intrigada por su trabajo. Al contrario que Henry Miller, que nos necesitaba a sus lectores invisibles porque tenía que sorprendernos, Bowles me sorprendía como si viviera en otro planeta. No me necesitaba para que fuera lectora suyo. Puede que fuera también su dedicación a la música. Me asombraba como si estuviera por encima de las refriegas. Una especie de Principito. Entonces no podía pensar que llegaría a conocerle.
Un día, en los últimos setenta, James Purdy hacía una visita a mi madre, a la que adoraba. Se carteaban constantemente y supo que yo estaba visitando a Juan Goytisolo en Marruecos. Me habló de su gran amigo Bowles, a quien había conocido en sus días de Brooklyn. Cuando Juan y yo fuimos a Tánger después de una excursión por el Atlas, le telefoneé. Bowles nos invitó. Creo que ya conocía a Juan. Me sorprendió que viviera en un edificio de pisos del barrio europeo; me esperaba algo más exótico.
Tenía varias visitas que estaban fumando hachís. No quería decirle a este hombre extraordinariamente educado, de apariencia ascética, cuyo acento al hablar se había convertido en algo no del todo americano ni británico, que a causa del asma infantil que padecí era alérgica al humo del hachís. Busqué la forma de aspirar oxígeno. Me asomé a la ventana de la cocina haciendo como si observara las vistas de Tánger, inspeccioné las interioridades de lo que resultó ser una escobilla del retrete y di paseos por el pasillo. Juan vino hacia donde me encontraba y me dijo al oído: "Dile la verdad para que no se crean que estamos locos. ¿Para qué ibas a mirar con tanto detenimiento su escobilla?".
Volvimos al salón y le dije que era asmática. Bowles me miró como si reparara en mí por primera vez. Abrió todas las ventanas mientras parecía estar absorto en sus pensamientos. En un tono diferente, empezó a hablar de Jane Bowles. Y de sus innombrables penas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.