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¿Ciudad de la ciencia? MIQUEL BARCELÓ

El miércoles, 10 de noviembre, tuvo lugar la jornada Ciència i ciutat, que inauguraba la Semana de la Ciencia promovida por el alcalde de Barcelona, el señor Joan Clos. Yo estaba entre los cerca de doscientos asistentes escuchando los enunciados de los proyectos y de los deseos de convertir a Barcelona en una ciudad de la ciencia, del conocimiento. Palabras, todas ellas, gruesas y de significados imprecisos. Tan imprecisos que concitan apoyos casi unánimes a quien las invoque para cualquier operación. También intimidantes; ¿quién se atrevería a mostrarse reticente a que Barcelona se hiciera a sí misma con esfuerzo una ciudad de sabios, y que para ejercer sus sabidurías éstos contaran con medios que ahora no tienen, y que los que tienen ahora fueran objeto de una mejor gestión, y que se hicieran encajar más eficazmente los proyectos vigentes en las universidades metropolitanas -de entre las cuales el señor Clos no mencionó a la Universidad Autónoma de Barcelona- y en otras instancias de investigación, como -loado sea Dios- el CSIC y el IEC? Nadie podría ser reticente a una cosa así.Uno de los ponentes mencionó de pasada a Charles Darwin. Y de pronto, desbordantes, entre aquel lenguaje lleno de anglicismos inconsiderados, de pleonasmos, de referencias para cómplices, aparecieron las brisas oceánicas, los golpes de la quilla de proa y el olor a húmedas maderas. Aquello que fue una vez fría, implacable pasión compareció fugazmente a su mero conjuro, como lo que era, el mayor conocimiento sobre la especie humana jamás adquirido. Y la mayor, también, subversión de los órdenes teológicos submisivos de la razón. Pero hay que recordar que en el mismo volumen en que Charles Darwin, el joven naturalista, publicó el informe (1839) sobre las observaciones hechas a lo largo de cinco años (1831-1836) de viaje en el barco llamado Beagle, el joven también Robert FitzRoy, capitán del navío, publicó un informe específico sobre cómo en sus observaciones geológicas y botánicas había hallado las pruebas que confirmaban la veracidad del diluvio universal descrito en la narración de Moisés. Charles Darwin, por su parte, había visto lo suficiente como para durante los próximos veinte años establecer cómo fue el origen de las especies y que el procedimiento es permanentemente activo y no tiene fin.

Por de pronto, el episodio señala inequívocamente que la juventud no es garantía de inteligencia alguna y que viajando no se aprenden las mismas cosas. Sin embargo, lo de FitzRoy no fue un simple desvarío, sino la muestra de que los efectos del terror teológico pueden convivir pacíficamente con el manejo complejo de saberes técnicos. Se ignora si el capitán FitzRoy llegó a leer jamás el texto sobre la población de Thomas Malthus (1798), Charles Darwin sí lo leyó en 1838, después de su viaje. Las medidas exactas del impacto que tuvo en él esta lectura se desconocen pero no hay duda de que éste debió ser grande.

El ensayo de Malthus situaba inequívocamente a la especie humana y sus nutrientes en el mismo plano de inteligibilidad, es decir, no se requerían procedimientos especiales para analizar los procesos de supervivencia humanos respecto a todos los demás organismos vivos. Lo descrito como selección natural es un rasgo general de todas las especies y no se acaba nunca. La ciencia sólo existe en el procedimiento y, por tanto, en las preguntas que se hacen. El horror que produce la humanidad moderna proviene, justamente, de la cómoda existencia de instancias técnicas muy elaboradas y formas de comprensión social sumarias que pueden parecer, sin serlo, pulsiones incontrolables. Una vez más los campos de exterminio nazis o las operaciones masivas de extinción de indígenas en colonias se imponen como recordatorios. Sin duda, pues, hay una grave distorsión en la perspectiva desde la que se observa a la especie humana. Y no se puede corregir, que se sepa, con píos deseos al empezar el año ni con cátedras de la paz.

En la reunión en el salón del Consell de Cent, Darwin fue,

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