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LA CASA POR LA VENTANA Calendario del sentimiento JULIO A. MÁÑEZ

De entre todas las creencias de sentido común que carecen de sentido hay dos bastante engorrosas: la que proclama que un pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla y la que afirma que quien pierde su origen pierde, de paso, su identidad. Es curioso que ambas se vinculen, cada una a su manera, con un asunto como la memoria, tan de moda en este fin de siglo como tema de estudio en multitud de congresos y encuentros culturales. Se diría que la inminencia del fin de milenio, al que seguirá sin remedio el principio del siguiente, obliga a la rememoración sin pausa de los hechos del pasado a fin de que ese acontecimiento natural nos pille lo más confesados posible, como si el instante que habrá de seguir a la última de las doce campanadas del último día de diciembre hubiera de ser distinto a la multitud de los que lo precedieron. Ese furor memorístico, que rara vez se ocupa del presente, inexistente por su manía de repetirse a cada momento, ¿no procede en cierto modo según un criterio tacaño, próximo a la prudencia de quien acumula alimentos ante el anuncio del desastre? Pero de esas y otras artimañas se alimenta el alma humana para persuadirse de una permanencia que el mismo paso del tiempo pondrá siempre en entredicho.Porque, vamos a ver, si un pueblo olvida su historia, cosa por lo demás imposible en toda la extensión de sus detalles, ¿cómo va a repetir precisamente lo que ignora, cómo va a saber que lo repite, qué puede obtener de esa clase de conocimiento? Y si esta temida repetición pasa inapercibida para el que la sufre, sea un pueblo entero o una sola persona, ¿por qué tendría que ser una condenación y no un acontecimiento aureolado del prestigio de lo nuevo? Esa afirmación no es sólo una banalidad, sino una banalidad innecesaria, aunque apela sin saberlo a un asunto tan intrincado como la relación entre tiempo y sentimiento y, de paso, a la miedosa creencia de que son los momentos de infortunio los más propensos a repetirse. Y luego está la otra, la otra bobada de amplio consenso, la que dice que si uno pierde su origen, pierde también su identidad. Este emboscado ataque al mestizaje -tan en boga por los dictados de un cambio geopolítico siempre tentado de hacerse pasar por virtuoso- no sólo es incierto sino que hace su entrada en escena bien agarrado del brazo de un firme carácter reaccionario. ¿Seguro que un González Lizondo ganó en identidad lo que no perdió en lo que creía ser su origen? La fidelidad de Julio Anguita a un marxismo de repostería y con agujetas ¿no destroza de un solo batacazo su recio origen y su estrafalaria identidad? Ni siquiera está claro que el Zaplana derechista de origen haya abandonado su identidad verdadera en el tortuoso camino de reconversión hacia un centro torticero, por más empeño que ponga en rescatar del paro a una colección de antiguas falleras mayores, y hasta Gandía Casimiro, por mencionar asuntos menores, muestra en la abierta partitura de su rostro la identidad de su origen de escribidor por cuenta ajena redactando ahora pasmosas presentaciones para llenar los huecos de media tarde de su desenvuelta jefa museística, por donde se ve que la relación entre identidad y origen alardea de oscilaciones bastante férreas.

Ocurre que el calendario de los hechos no corre paralelo al de los sentimientos, y por eso la memoria voluntaria es muchas veces una engañifa sin ningún poder de evocación, ya que el hombre con buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada en su eterna sucesión de hábitos. Y si se habla de rescate de la memoria es para atenuar la certidumbre de que la experiencia se lleva bien con el naufragio. Es posible, por ejemplo, que el coraje, la dignidad, la desesperación de los guerrilleros que combatieron al régimen de Franco merezca ser recordada, un tanto a la manera de esas estampitas de la Virgen que los devotos llevan en su cartera, pero lo que resulta obsceno en quien prefiere ese campo para hacer de memorioso es su propensión a llevar consigo un pedestal portátil y a olvidar que ese ejemplo de generosidad sin límites no parece figurar en el orden de prioridades de su conducta particular. Enmascarar en la recuperación de los mejores momentos de la memoria colectiva la incapacidad para apechugar con la propia, siempre algo más modesta, es un ejercicio habitual en quienes saben que disponen de poca cosa que llevarse a la boca si practican el cruento ejercicio de la memoria sobre ellos mismos. Viene a ser, como el patriotismo, un refugio de canallas.

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