El radioyente silvestre
Don Juan Carlos se tapó los oídos: "No, que no me quiero oír", gritó, riendo, cuando el boletín de las doce de la mañana de la SER reproducía sus palabras sobre la pasión que le une a la radio. "Iñaki me lleva años de ventaja, y yo desmerezco". El suyo fue el viaje por una afición: ama la radio, de vez en cuando llama, por ejemplo, a Luis del Olmo y le hace la trastada de hacerle creer que es otro. Pero ayer era Juan Carlos, un oyente de radio que se divertía entrando en la primera pasión de todo oyente, las bujías, el dial, toda aquella fabulosa, misteriosa, inquietante fábula que había dentro de los viejos aparatos. Luego repasó, como un crío, las voces del pasado, hasta el 23-F, donde su protagonismo alcanzó en este país un grado sumo, y providencial. Pero cuando únicamente se puso los cascos para oír una voz, en su recorrido por la sorprenden te, melancólica, arriesgada visión de la radio que es esta insólita exposición, fue para escucharla voz de Franco; ahí el Rey usó los auriculares para reproducir la memoria de lo que fue el sonido de su adolescencia, y luego su juventud, hasta la larguísima espera de la madurez. La voz del tiempo tapona do. No fue él el único: en medio de esta geografía en la que la radio —esto lo dijo Gabilondo— se convierte en lo que es, un medio que se escucha en cualquier parte y es ahí donde alcanza su prestigio intangible, todo el mundo quiso recuperar aquella voz que fue una obsesión durante 40 años de partes. Pero había muchísimo más: la botella de butano y el calendario cutre y machista en la cabina desde la que se escucha la radio de medianoche, el futbolín interminable de las tardes del domingo, los pósters ahora avejentados de la transición política, los anuncios —"Yo soy aquel negrito"—, el maniquí que parece un hombre adormecido por las madrugadas de la radio, la peluquería de los imborrables seriales, la voz acosada de Manuel Azaña, el pan y el agua que cubren la nevera con la que se adivina el porvenir incierto del siglo futuro, e incluso el coche destrozado de Carrero Blanco, incrustado como una estrella negra que surge del asfalto destrozado y se instala en el cielo como un adoquín misterioso. Y de pronto, pues, la exposición devuelve la imagen omnipresente de los 40 años: Franco ha muerto; se ve un quirófano, una cama deshecha, el enfermo ya no está, y al lado, en un cubículo, basura y champaña... El Rey vio todo eso porque alguna vez también lo oyó, como radioyente que sigue siendo. Dice Pedro Barea, especialista en radio, en una frase que registra la exposición: "La radio es inabarcable porque la rehace en sí quien escucha. Y por silvestre". Esa fue la hierba que cruzó ayer el Rey radioyente.
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