Una velada en la cumbre con Helmut, Mijaíl y George
"¡Helmut!", grita Mijaíl Gorbachov, inclinándose sobre la estrecha mesa de la cena, "¡quiero brindar por ti! Eres uno de los políticos más serios que conozco". El gigante que se sienta a mi lado, Helmut Kohl, alza su copa. Mijaíl y Helmut, los dos viejos amigos -eso es lo que son en la actualidad-, brindan juntos como lo han hecho tantas veces. Un poco más allá está George Bush, el tercer arquitecto de la unificación alemana. Tras las cabezas de Gorbachov y Bush, tengo una vista espectacular de Berlín desde los ventanales en la planta 18ª de las oficinas que en otro tiempo construyó el editor alemán Axel Springer junto al muro de Berlín.Es asombroso estar sentado aquí, junto a los tres hombres que sellaron el final del Muro, la guerra fría y el siglo XX. Han llegado a Berlín para conmemorar el décimo aniversario de la caída del Muro, por supuesto, y, en concreto, a invitación del periódico dominical de Springer, Welt am Sonntag, para intervenir en un diálogo sobre "lo que ocurrió realmente" aquella noche y en los días y meses posteriores. Acabo de tener el extraordinario privilegio de moderar la discusión y hacerles algunas de las preguntas -importantes o no- que siguen sin respuesta. Ha sido una tarea apasionante pero nada fácil.
Empecé preguntándole a Gorbachov qué hacía la noche del 9 de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro. Ha contado con frecuencia que el embajador soviético en Berlín Este le llamó a primera hora de la mañana siguiente para darle la espectacular noticia, pero ¿dónde estaba aquella noche? Gorbachov responde con una intervención de cinco minutos sobre la importancia histórica de los sucesos y el papel que desempeñaron ellos tres. Sólo más tarde, durante la cena, consigo que conteste a mi pregunta: trabajó hasta las diez de la noche y luego se fue a la cama. Para cuando el líder del Partido Comunista de Alemania del Este intentó telefonearle, ya estaba dormido y sus ayudantes no quisieron pasarle la llamada. Hicieron bien, dice. Por tanto, mientras los berlineses bailaban sobre las murallas más famosas del imperio soviético, el emperador dormía.
Le pregunto sobre las presiones a las que estaba sometido por parte de los generales y funcionarios soviéticos partidarios de intervenir para evitar que se derrumbara la piedra angular de su imperio. ¿Alguien le propuso directamente usar la fuerza? "Nyet", dice Gorbachov. Kohl se apresura a intervenir: "Sí, pero los generales estaban allí, y fuiste tú el que garantizó que se impusiera la razón."
Gorbachov reconoce que, más de dos meses después de la caída del Muro, la Unión Soviética seguía examinando todas las opciones. Cuenta que el momento decisivo se produjo durante una reunión que mantuvo con el canciller Kohl en Moscú el 10 de febrero de 1990, cuando declaró: "Son los alemanes los que deben decidir". En su día, Kohl pensó que era una señal minuciosamente preparada, y ahora Gorby lo confirma. Fue la autorización para transformar el mapa de Europa.
Les pregunto a los tres si creen que todavía quedan grandes secretos por descubrir sobre aquellos acontecimientos, y, si es así, cuáles son. Al fin y al cabo, sólo han transcurrido diez años y es normal que siga habiendo secretos importantes ocultos en los archivos del Ejército o de los servicios de información, o en los papeles personales de los dirigentes. Kohl dice, en broma, que el 90% de lo que dicen los servicios de información es falso y el otro 10% se puede leer en el Neue Zurcher Zeitung. Más en serio, no cree que queden grandes secretos por desvelar. Bush está de acuerdo. Gorbachov da una respuesta ligeramente distinta. Sí, explica, seguramente quedan en los archivos cosas interesantes sobre las distintas posturas que asumieron diversas personas a lo largo del proceso de unificación alemana.
Sin embargo, el verdadero secreto -en eso coinciden todos- es un secreto a voces: las magníficas relaciones personales que desarrollaron entre ellos. Los tres aseguran, cada uno a su manera, que, sin ese elemento, la apertura del Muro y la unificación alemana nunca se habrían producido como lo hicieron, con tanta rapidez ni, sobre todo, de forma tan pacífica. Éste se convierte enseguida en el asunto central de la velada: la importancia de lo que Bush denomina "diplomacia personal". "Helmut", exclama Mijaíl, "¿recuerdas lo que decíamos?: todo lo que hagamos debemos hacerlo con tranquilidad." Y Helmut replica, emocionado: "Nunca olvidaré que creíste en mí, que confiaste en nosotros". "Los grandes héroes fueron los alemanes y los rusos", añade Gorbachov, y el presidente estadounidense parece satisfecho cuando asiente.
Un cínico podría considerar que, en conjunto, transmiten un mensaje un poco autocomplaciente, por así decir: "¡Qué suerte tuvo el mundo de que nosotros estuviéramos al mando!" Sin embargo, en este caso, creo que está bastante justificado por la historia. Hubo muchos momentos en los que todo podía haberse ido al garete si estos tres líderes no hubieran estado en contacto permanente, tranquilizándose constantemente por teléfono o a través de la línea directa, además de los medios de comunicación. Le pregunto a Bush a propósito de su famosa reacción comedida ante las primeras informaciones de que había caído el Muro: "Me alegro". Cuando alguien preguntó en aquella época si no había tenido ganas de decir algo más, replicó: "No soy muy dado a las emociones". Hoy afirma que aquello le costó muchas críticas -cierto "malestar", dice-, pero que su máxima prioridad era asegurarse de no poner en peligro la posición de Gorbachov en su país con muestras de triunfalismo norteamericano. "No quería hurgar en la herida", explica, mientras el dirigente soviético le observa con firmeza y aprobación a través de unas gafas con montura de acero. Varios asesores le dijeron que fuera inmediatamente a Berlín, pero él se negó. "No bailéis sobre el Muro", dijo sin cesar a su gente.
Como es natural, la política de las relaciones personales puede volverse en contra si los dirigentes no se caen bien. Una presencia silenciosa en nuestro debate ha sido la de Margaret Thatcher, entonces primera ministra británica, que tuvo una relación muy tensa con Helmut Kohl, como es sabido, y que durante mucho tiempo, como señala Bush casi de paso, se opuso a la unificación. Si los líderes no se llevan bien, el hecho de que se reúnan no mejora las cosas, sino que las empeora. Por tanto, lo verdaderamente fascinante de esta noche, por encima de cualquier cotilleo histórico, por encima del mero hecho de que se celebre, ahora y aquí, esta "reunión de los tres reyes", es la ocasión de observar sus personalidades y las relaciones entre ellas.
George Bush, de 75 años, alto y anguloso, vestido con un traje azul de corte conservador, está discretamente sentado en el extremo derecho del trío que ocupa el estrado junto a mí. Se muestra cordial hacia los otros, pero no se advierte la electricidad casi física que existe entre Mijaíl y Helmut. Estos dos últimos se tocan con frecuencia en el brazo; él lo hace con Kohl sólo muy de vez en cuando. En respuesta a una de mis preguntas de tipo histórico, sobre cómo acogió el "programa de diez puntos" para la unidad alemana cuando Kohl se lo transmitió por el teléfono rojo a Washington, bromea: "No puedo acordarme ni siquiera de lo que comí hace dos días". Y da la sensación de que, para el anciano de Tejas, todo esto está muy lejos, tanto en el tiempo como en el espacio.
Al otro lado de Kohl se sienta Gorbachov, que nunca fue un hombre de gran tamaño y que ahora parece casi un enano en contraste con el gigantesco alemán situado detrás de él. Bajo su famosa mancha de nacimiento tiene un aire serio, demacrado, un poco cansado, sin tanto humor y energía como la última vez que le vi, cuando intervino en un debate que presidí hace tres años en Londres. Aunque le acompañan y le apoyan su hija -encantadora- y su deliciosa nieta de 12 años -que ha aprendido un inglés excelente, en parte, en un colegio de Dublín-, se nota que la muerte de su mujer, Raisa, le ha dejado profundamente exhausto. Sigue hablando con el tono de un hombre acostumbrado a tener mando, pero con una horrible conciencia de lo que ha sido de la gran potencia que él dirigió en otro tiempo. Desde el punto de vista histórico no cabe duda de que es el más significativo de los tres. Sin él todavía podría haber una Unión Soviética, una guerra fría, un Berlín dividido. Bush y Kohl aprovecharon la oportunidad que él les dio. En Alemania, al contrario que en Rusia, sigue teniendo una popularidad inmensa. Sin embargo, en cierto modo, parece haberse encogido paralelamente al poder de su país y las tragedias de su vida política y personal.
En medio de ambos, con una presencia imponente digna del cerebro de la velada, se encuentra Helmut Kohl. Lo primero que hay que decir de Kohl, el dato esencial, que nunca se acaba de apreciar en la televisión, es su tamaño físico. Es el hombre más grande que he visto en mi vida. Y esta noche rebosa energía, buen humor y confianza en sí mismo. Y hace bien, porque no sólo es el canciller de la unidad alemana, sino que ahora es el político más popular del país (algo que nunca logró cuando ocupaba el cargo). Sobre todo por los malos resultados de su sucesor, el canciller Gerhard Schröder, que están creando una nostalgia generalizada, en aparente aumento, por los tiempos del viejo rey Kohl. Me dice que, cuando sale de su nueva oficina berlinesa en Unter den Linden, la gente se le acerca para darle las gracias y tocarle la manga. Y la noche siguiente lo veo con mis propios ojos. Además hay que tener en cuenta que no sólo él, sino todo su país fue sin duda el gran vencedor del momento histórico que estamos recordando.
Es asimismo el mejor testigo de los tres, con su formación inicial de historiador y con su versión (contada muchas veces) de la unificación alemana fresca y puesta al día. Hay algo enternecedor en su forma afectuosa de recoger las respuestas de Gorbachov -a veces, confusas- y volver a enlazarlas con el hilo de la historia. Gorbachov es sólo un año más joven que él, que cumplirá 70 años la próxima primavera, pero me da la impresión de que el alemán le trata casi como a un hermano pequeño. En cierto modo, es un reflejo de cómo ha cambiado el equilibrio de fuerzas, tanto para ellos como para sus países. Gran parte de la historia europea del siglo XX ha dependido de los altibajos de Alemania y Rusia; al acabar el siglo, Alemania está arriba y Rusia está abajo.
Desde luego, la historia de sus relaciones parece mucho mejor a través del cristal rosa de los recuerdos que en aquel entonces. Pero, al margen de su calidad de hombres de Estado, tienen una cosa en común. Todos se forjaron en la experiencia de la II Guerra Mundial. Kohl y Gorbachov, en particular, cimentaron su amistad intercambiando recuerdos de infancia relacionados con la guerra. De hecho, son los últimos representantes de la generación de la guerra en la alta política. Quizá sólo unas personas marcadas por la experiencia del conflicto podían terminar con la guerra fría sin provocar otro.
Así pues, mientras salimos de este comedor acristalado que domina las luces brillantes de un Berlín unido, tengo la sensación de que la velada no ha servido sólo para recordar los grandes acontecimientos de hace diez años. Lo que hemos hecho en realidad con estos ancianos espléndidos ha sido decir adiós al siglo XX.
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