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Construcciones

KOLDO UNCETA

Para bien o para mal, la construcción y la política siempre han estado unidas. En estos días en que celebramos el décimo aniversario de la caída del muro de Berlín, recordamos esa ignominiosa construcción que dividió a los alemanes y a los europeos durante tres largas décadas, una edificación levantada para mostrar con claridad a los ciudadanos los límites de su precaria libertad.

Desde tiempos remotos los mandatarios (reyes, faraones, obispos, emperadores, presidentes...) han hecho de la construcción un símbolo de su poder. De las pirámides egipcias a la muralla china, de las grandes catedrales a los monumentales palacios, del franquista valle de los caídos a los innumerables arcos del triunfo, construcciones diversas han pasado a la historia como testigos mudos del pasado, como símbolos de un dominio, las más de las veces autocrático. Muchas de estas construcciones se han erguido sobre el sufrimiento de las personas, y aunque hoy figuren en todas las guías turísticas, en otro tiempo representaron la injusticia, la imposición de credos, las fronteras infranqueables, o la soberbia de los vencedores.

Sin embargo, construir implica generalmente alumbrar algo nuevo. Crear desde la nada, o sobre las ruinas de otras creaciones. Significa organizar y disponer adecuadamente diferentes materiales y elementos para lograr un resultado distinto a la mera acumulación de los mismos. Construir implica modificar la realidad según la voluntad del constructor. La construcción, como concepto, se adapta mal al ámbito de lo social. Las sociedades son, se transforman, o se organizan, pero no se construyen.

A las naciones les ocurre lo mismo, pues al fin y al cabo, no son otra cosa que una expresión del tejido social. La historia reciente es testigo de innumerables intentos por construir o destruir naciones, casi siempre saldados con el fracaso cuando no con un drama colectivo. Las naciones representan la plasmación concreta, en un momento determinado de la historia, de una trayectoria, de un presente y de una apuesta de futuro, desde un conjunto de consideraciones que tienen que ver con la economía, la cultura, la lengua, el medio ambiente, o las formas de organización social y política.

Todo lo anterior viene a cuento de la importancia que en los últimos tiempos ha cobrado entre nosotros el asunto de la construcción nacional. En mi modesta opinión, Euskadi, como nación, no necesita ser construida. Su existencia como realidad política y social ha sido sobradamente corroborada por sus gentes, que la han moldeado a lo largo de la historia hasta conformar lo que hoy es. Puede que nuestro pequeño país tenga goteras y necesite alguna rehabilitación. Pero rehabilitar es un verbo que se adecúa mejor a las circunstancias presentes, pues sirve también para definir el proceso de recuperación de una enfermedad. Las sociedades se rehabilitan reconociéndose a sí mismas, reconciliándose con su pasado, comprendiendo mejor su presente y encarando colectivamente el futuro. La sociedad vasca está enferma y necesita rehabilitarse compartiendo preocupaciones, admitiendo la discrepancia y buscando puntos de acuerdo.

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Puede que, en las circunstancias presentes, nuestro País Vasco necesite más integración y cohesión que construcción. Además, las edificaciones las diseña normalmente un arquitecto o un reducido número de ellos, dejando su impronta personal, sin esperar necesariamente que el resultado sea válido para la mayoría. Ahí están sin ir más lejos los controvertidos puntos de vista sobre algunas de nuestras más recientes y emblemáticas edificaciones. Euskadi, por el contrario, necesita un proyecto de futuro en el que todos nos podamos sentir a gusto, y eso exige no el diseño de un grupo de arquitectos, sino la participación activa del conjunto de sectores sociales.

Definivamente, no creo que sean arquitectos lo que más necesita nuestra sociedad. Más que la escuadra y la plomada, este país reclama a gritos el sentido común.

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