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Tribuna:10 AÑOS SIN MURO
Tribuna
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La caída del Muro y la unidad alemana

Me enteré de la caída del Muro de Berlín durante una visita oficial a Polonia hace 10 años. En la tarde del 9 de noviembre, el primer ministro, Tadeusz Mazowiecki, invitó a mi delegación a un banquete en el antiguo palacio del príncipe Radziwill. Antes de llegar a la cena, el secretario de la Cancillería, Rudolf Seiters, llamó desde Bonn. Me dijo que el presidente del distrito del comunista Berlín Oriental había anunciado repentinamente normas temporales que permitían viajar a los ciudadanos. Los permisos para visitar Occidente debían concederse a todos los solicitantes incluso a corto plazo.Sabía que, con esa sencilla decisión, la historia alemana no tardaría en cambiar, ya que la mayor facilidad para viajar significaba que todo el mundo podía cruzar el Muro. Aun así, al principio no preví aquellas espectaculares y alegres celebraciones nocturnas que estaban a punto de producirse en Berlín.

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A lo largo de mi carrera, jamás dudé de que Alemania recuperaría algún día su unidad en el futuro. Pero nunca me atreví a soñar que la reunificación del Este y el Oeste ocurriría durante mi mandato como canciller. La reunificación no se convirtió en una posibilidad real hasta Mijaíl Gorbachov y su política de perestroika y glásnost. Sin Gorbachov y su singular valor, la corriente de acontecimientos que se produjeron en toda Europa durante la caída de 1989 nunca habría sido posible.

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Con la llegada al poder de Gorbachov, cada vez más personas de Alemania del Este cobraron ánimos y dejaron de tener miedo a su régimen represor. Se dieron cuenta de que, al fin y al cabo, la realidad de Alemania del Este no estaba grabada en piedra; de que era posible conseguir el cambio que muchos valerosos disidentes y partidarios de los derechos civiles atrapados detrás del Muro llevaban exigiendo desde hacía mucho tiempo. Su compromiso contra la injusticia del régimen comunista es, para mí, uno de los mejores capítulos de la historia de Alemania.

La apertura de las fronteras de Hungría aquel otoño y la búsqueda de refugio por parte de ciudadanos de Alemania del Este en las embajadas alemanas de Praga y Varsovia ya habían sacudido los cimientos del Gobierno comunista y de la Stasi. Pero en la noche del 9 de noviembre, cuando el Muro y el alambre de espino que no habían conseguido dividir irrevocablemente a los alemanes durante muchas décadas de amarga separación empezaron a derrumbarse, la caída del comunismo se volvió irreversible. Habíamos comenzado una nueva era. A partir de aquel día, el timón de la historia giraba más deprisa.

Cuando regresé del banquete para ver por televisión las noticias procedentes de Berlín decidí acortar mi visita a Varsovia. No fue fácil convencer a mis anfitriones de que, en un momento histórico como aquél, el lugar del canciller alemán sólo podía estar en la vieja capital, entre la multitud que lo celebraba. Mi instinto de volver a casa también se vio despertado por las escenas que se desarrollaron la noche siguiente, el 10 de noviembre, durante una concentración ante el Ayuntamiento de Berlín.

Una muchedumbre de izquierdistas radicales consiguió ahogar el himno alemán que cantaba la gente que celebraba la inminente caída del Muro. ¡Estaba decidido a demostrar que los extremistas no eran representativos de los berlineses! Por el contrario, la mayoría de la gente simplemente tenía ganas de expresar sentimientos de absoluta alegría. Añoraban la unidad, la justicia y la libertad para su patria.

Así que viajé a Berlín, pero, antes de dirigirme a la multitud desde la balaustrada del Ayuntamiento de Schoeneberg, recibí una llamada de Mijaíl Gorbachov. El líder soviético me pidió que controlase el entusiasmo de la ciudadanía para prevenir el caos y el derramamiento de sangre. Había tenido noticia de que la situación se estaba descontrolando. Quería saber si era verdad que multitudes airadas estaban asaltando las instalaciones militares soviéticas.

Un miembro de mi equipo hizo llegar mi respuesta a Gorbachov. Le aseguré que su información era errónea. Me creyó. Durante su visita a Alemania en junio de 1989 habíamos llegado a conocernos a nivel humano y a confiar el uno en el otro, y eso facilitó las cosas. A pesar de algunas diferencias -por ejemplo, las relativas a la cuestión alemana-, la paz no era para ninguno de los dos sólo una palabra, sino una necesidad existencial y básica.

Después, Gorbachov me dijo que había sido intencionadamente mal informado por detractores de la reforma que querían que interviniesen las tropas soviéticas de Alemania del Este. Hasta el día de hoy sigo estando agradecido a Gorbachov por no hacer caso a los agitadores, sino a mis argumentos. A la hora de elegir entre dejar los tanques en sus barracones o hacer que saliesen a las calles optó por la paz y después aceptó la nueva realidad que la gente de Alemania del Este había creado con tanta valentía. No podremos agradecerle lo bastante la visión de futuro y el valor que tuvo.

A partir del 9 de noviembre, el proceso fue adquiriendo cada vez más fuerza. En un periodo increíblemente corto de tiempo, de sólo once meses, la unidad alemana se convirtió en una realidad. Para mí era un sueño hecho realidad. Sin embargo, sentía que tenía dos importantes obligaciones para el futuro. Uno de los compromisos se puede describir a grandes rasgos con la imagen de la unidad alemana y europea como dos caras de la misma moneda. Una no podría existir sin la otra. La otra obligación la expresé hablando de la necesidad de crear paisajes florecientes en los nuevos Estados orientales de Alemania.

Ambas eran tareas extraordinariamente laboriosas y difíciles. En los diez años transcurridos desde la caída del Muro, creo que ambos objetivos se han cumplido, si no por completo, esencialmente. La Alemania unificada tiene un fuerte compromiso tanto con Europa como con la Alianza Transatlántica. En lo relativo a los nuevos Estados alemanes, tanto la transición hacia la democracia y hacia una sociedad libre como los cambios estructurales realizados en la antigua economía comunista han tenido éxito, aunque la realización plena de estas tareas indudablemente exigirá la energía y el trabajo de varias generaciones. Y, lo más importante, hoy en día, los alemanes se consideran otra vez un solo pueblo. Con la ayuda de políticas sólidas estamos preparados como sociedad moderna para ganar el futuro.

Helmut Kohl es ex canciller alemán. © Project Syndicate, 1999.

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