Desavenencias en el Mediterráneo
La conmemoración en Oslo, el 1 y 2 de noviembre, del asesinato de Isaac Rabin, confirma el grandísimo interés de EEUU en encontrar una solución a la contienda israelo-palestina y, aunque el proceso iniciado hace ya casi ocho años haya vuelto a salir del atolladero, tantas han sido las ocasiones perdidas que es muy difícil cantar albricias con el mero anuncio de que tal vez pueda celebrarse pronto una conferencia en la que se consiga la paz. En todo caso, es obvio que de la solución de este diferendo depende cualquier mejora sustancial en el Mediterráneo.Y es que la situación en esta parte del mundo está llegando a ser agobiante. Durante la guerra fría, el Mediterráneo era un mar dividido, con la presencia naval en sus aguas de las dos superpotencias, pero calculable en riesgos y posibilidades. Desaparecida la URSS, y con ella prácticamente la influencia rusa, lejos de pacificarse, poniendo de manifiesto, como entonces muchos afirmaban desde uno y otro bando, que en buena parte los conflictos se habrían debido a la rivalidad entre las dos grandes potencias, en este último decenio los puntos de fricción no han hecho sino aumentar, hasta el punto de que el Mediterráneo ha pasado de ser un mar dividido a uno de inseguridad máxima.
El futuro siempre es incierto, pero el del Magreb mucho más. Argelia, con rachas de mayor o menor represión, se muestra incapaz de terminar una guerra civil, tan sangrienta como poco convencional, y es muy arriesgado apostar, por grande que sea nuesto interés en que así ocurra, por un desarrollo democrático en Túnez y Marruecos que garantice, junto con un crecimiento económico, cierta estabilidad política y social. La presión demográfica aniquila las mejores intenciones.
La intervención en Kosovo no ha servido para aminorar los conflictos étnicos, sociales y políticos en los Balcanes, al contrario, hoy son tan intrincados que el augurio más favorable es que acabe siendo una carga económica insoportable para la UE. Entretanto, conviene no olvidar las reivindicaciones territoriales planteadas desde hace decenios y que en cualquier momento pueden surgir de nuevo entre Yugoslavia y Albania por Kosovo; entre Serbia y Montenegro, en cuanto desaparezca la República Federal de Yugoslavia; entre Albania y Grecia, por el norte del Epiro; entre Grecia y Macedonia, y no sólo por la denominación; entre Bulgaria y Grecia por la salida al Egeo; entre Bulgaria y Turquía por la Tracia occidental. Si a ello se suma, por un lado, la heterogeneidad étnica de los Balcanes -la población albanesa en Kosovo, Macedonia y Montenegro es propicia a la constitución de una gran Albania- y por otro que estos conflictos agudizan las tensiones entre una Grecia que se siente obligada a defender a las minorías ortodoxas, y una Turquía, protectora natural de los grupos turcos en Albania y Bulgaria, así como de la población islámica de Bosnia Herzegovina, el futuro parece todo menos llano y pacífico.
La hostilidad histórica entre Grecia y Turquía, dos miembros de la OTAN, y uno de la UE y otro aspirante a serlo, pese a las presiones de EE UU y de la UE, se ha reforzado con la última crisis de los Balcanes. La solución del litigio de Chipre es la condición mínima indispensable para normalizar las relaciones entre ambos países, pero, pese al episodio, humanamente tan simpático, de haberse prestado ayuda en sus respectivos terremotos, no sólo no se avanza, es que ni siquiera se sabe en qué dirección hacerlo. Turquía podrá ser tan "europea" como se empeñe EE UU, pero es difícil dudar de su carácter turcocaucásico y del papel que desempeña en Oriente Próximo como país islámico pro-occidental. Los europeos son conscientes -como es natural, más los países mediterráneos que los del norte- de lo que representa hoy esta región como amenaza desestabilizadora y, en este sentido, la Conferencia de Barcelona de 1995 constituye un buen punto de arranque, aunque la segunda reunión en Malta en 1997 quedase de hecho limitada a tratar el conflicto de Oriente Próximo, y la tercera, celebrada en Stuttgart en 1999, continuando por la vía correcta de vincular seguridad a una política de desarrollo social y cooperación económica, permaneciese en un nivel demasiado abstracto y general. El tema escabroso, sin embargo, no es el desigual interés entre los países del sur y los del norte de Europa a la hora de concretar una estrategia comunitaria para el Mediterráneo, sino las diferencias crecientes entre la política mediterránea de la UE y la de la OTAN.
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