Selectividad
LA REFORMA de la selectividad aprobada ayer por el Gobierno tiene garantizado en el mejor de los casos el "sí, pero" entre las comunidades educativa y política. No ha sido el primer retoque ni será el último, pero la evolución demográfica a la baja, que ha entreabierto la puerta en las carreras más cotizadas, resta dramatismo a la modificación de la prueba de acceso. A partir de ahora, el expediente del bachillerato pesará más que la nota del examen; las materias propias de la especialidad estudiadas en el bachillerato valdrán más en el examen que el resto; la prueba se realizará durante tres días, y la doble corrección, que inicialmente se pensó en generalizar, se reservará para los alumnos que lo soliciten.Parecen medidas razonables, pero hay agujeros serios. Es lógico que el esfuerzo de dos años pese más que el de tres días, pero no hay garantías de que este cambio no acarree una inflación artificial de los expedientes de algunos centros. Esto se traduciría en una devaluación académica y en una ruptura del principio de igualdad entre los alumnos que podría acabar beneficiando a algunos centros privados, tentados por suplir con subidas artificiales de notas sus carencias educativas.
La ponderación de materias según el área contará previsiblemente con el beneplácito de los destinatarios, pero plantea legítimas dudas sobre la moderna hiperespecialización; y, eventualmente, sobre la creación "retroactiva" de asignaturas marías: aquellas que el alumno sabe que contarán menos. Nada cabe objetar a la nueva duración de la prueba ni a la doble corrección en su caso, pero sí al hecho de que no se haya elevado de cuatro a cinco la nota mínima para aprobarla. Si se puede sacar un cuatro y aprobar, con el añadido de que vale más el expediente que el examen, no parece descabellada la crítica de los rectores advirtiendo el peligro de desvirtuar y desprestigiar la prueba.
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