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LA CRÓNICA Cuestiones "marsistas" JAVIER CERCAS

Javier Cercas

Del protagonista de Las ilusiones perdidas escribió Oscar Wilde: "La muerte de Lucien Rubempré es el gran drama de mi vida". De joven uno tiende a creerse muy original, pero ésa es una ilusión que, como la de la juventud, se pierde con el tiempo: ahora sé que Últimas tardes con Teresa es no sólo uno de los grandes dramas de mi vida, sino también de la de mucha gente de mi edad. Es cierto que Marsé ha publicado novelas más complejas y acaso más perfectas que ésa, pero no es menos cierto que Últimas tardes con Teresa, porque tiene absolutamente todo lo que puede pedírsele a una novela, parece escrita en estado de gracia; además, por supuesto, tiene a Manolo Reyes, el Pijoaparte. El Pijoaparte viene de Lucien Rubempré, de Julien Sorel, de Frédéric Moreau, de una ilustre estirpe de jóvenes provincianos que llegan a la capital cargados de sueños de comerse el mundo, y a quienes el mundo acaba comiéndose; viene de ahí y va hacia ese lugar privilegiado donde habitan los personajes que se emancipan de las novelas que los crearon y nos imponen su presencia con la misma capacidad de persuasión con que lo hacen las personas de carne y hueso. Yo lo he visto muchas veces, en lugares distintos, mirando la ciudad desde lo alto de una colina, cruzando en una moto robada las calles nocturnas de un barrio perfumado de dinero y saturado de señoritos de mierda, o simplemente caminando, con las manos en los bolsillos, las facciones meridionales, los ojos rapaces y el pelo negro y peinado hacia atrás con "esa feroz coquetería de los grandes solitarios y de los ambiciosos superiores". En sus últimas novelas Marsé parece haberse empeñado en una labor de demolición, como quien se propone reducir el mundo y los mitos que él mismo ha creado a un puñado de polvo o de ilusiones perdidas. Da igual: el Pijoaparte va a seguir intacto.El viernes pasado se celebró un homenaje a Marsé. Así que, integrado en mi célula marsista y armado con una bolsa de octavillas, me persono en el lugar de los hechos: el Centre Cívic del Carmel. Mientras paseo por las dos exposiciones de fotografía que van a inaugurarse, reconozco a muchos marsistas, entre ellos Joan de Segarra, José María Nunes, Enrique Vila-Matas e Ignacio Martínez de Pisón; un marsista de la línea dura se me acerca con el puño en alto y me susurra al oído: "¡Marsistas de todo el mundo, uníos!". Empieza el acto, durante el cual Vázquez Montalbán, que razonó en Cuestiones marxistas el marxismo de la Línea Groucho, razona la obra de Marsé, pero no el marsismo. Es normal. El marsismo se estudia mucho, pero no se sabe lo que es. Unos dicen que el marsismo es lo que queda del marxismo; otros, que es el marxismo de los que no tuvimos tiempo de ser marxistas; otros, que no es más que el marxismo por otros medios. No falta quien asegura que no hay nada menos marsista que definir el marsismo. En fin. Después de Vázquez Montalbán habla Marsé y después Inma Moraleda, que anuncia la creación de una biblioteca pública Juan Marsé.

Se acaba el acto. Mientras Marsé pasea con un whisky por el bar del Centre Cívic, me acuerdo de que en Últimas tardes con Teresa se describe a sí mismo como un tipo "bajito, moreno y de pelo rizado, que siempre anda metiendo mano"; ahora sigue teniendo el pelo rizado, pero blanco, y desde luego sigue siendo bajito: de momento no le he visto meter mano a nadie. Me pego a él. Después de darle la tabarra durante una hora, alguien propone una cena y, mediante una sucia maniobra que no le pasa inadvertida a ningún marsista, consigo meterme en el taxi de Marsé, pero mientras bajamos al centro me doy cuenta de que, con el nerviosismo y las maniobras, se me ha olvidado en el Centre Cívic la bolsa de las octavillas. Durante la cena, en el Bauma, se habla por supuesto del Pijoaparte. "Te voy a contar qué se ha hecho del Pijoaparte", dice al final Marsé, que no es marsista, harto de la tabarra marsista. "Está de chófer de un alto cargo de la Generalitat". Pero en seguida añade, compasivo o consciente de que en el fondo nunca podrá reducir su mito a un puñado de polvo: "Por supuesto, se tira a la mujer del alto cargo". Marsé se despide, y la noche acaba mal, a grito pelado, como todas las noches de mi célula, entre acusaciones de maniobras sucias y de revisionismo y escisiones, y sobre todo entre ilusiones perdidas, y al día siguiente vuelvo al Centre Cívic y mientras espero que me devuelvan la bolsa de las octavillas veo en la sala de lectura a un joven de facciones meridionales y ojos rapaces enfrascado en una novela. Me digo entonces que, en vez de ir por ahí de marsista como un señorito de mierda, lo que tiene que hacer un marsista es crear bibliotecas públicas. Como Inma Moraleda. Al salir a la calle tiro las octavillas a la papelera.

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