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Un presidente longevo

Jordi Pujol concurre por sexta vez a las urnas con la intención de ultimar su proyecto nacionalista

La de ayer fue la segunda noche electoral más importante en la carrera política de Jordi Pujol (Barcelona, 1930). Desde que las urnas se cerraron el 20 de marzo de 1980, anunciando una primavera pujolista que ha durado 19 años, Pujol no ha vivido nunca unas elecciones tan reñidas como las de ayer, ya en pleno otoño. La legislatura que se avecina será fundamental para las aspiraciones de Pujol, para construir aquel país "lleno de libertad, calidad y humanidad" que definió en el acto final de campaña en el Miniestadi del Barça ante más de 20.000 personas. En ese discurso radica la filosofía nacionalista del presidente, la base doctrinal de su pensamiento político y la esencia misma de su personalidad. En 30 minutos escasos, quizás inconscientemente en ocasiones, Pujol destapó su ego más íntimo y emergió aquel Moisés catalanista que recorre sus adentros.No hace falta que sus acólitos le regalen los oídos. Pujol cree que representa el único nacionalismo viable. Él ha recuperado la autonomía de Cataluña (ganó contra pronóstico las primeras elecciones autonómicas de 1980). Ha hecho posible la convivencia entre los seis millones de catalanes y ha defendido como nadie la patria y la lengua. Y los resultados electorales tan sólo sirven para reafirmarse en estas ideas, en saberse el elegido por las urnas para conducir al pueblo catalán y a Cataluña hacia la cumbre más alta. El Aneto -el segundo pico en altura de la España peninsular- es un primer paso, la meta es el Mont Blanc -el más alto de Europa-. Una cima que él nunca coronará, aunque confía en que lo hagan sus fieles cachorros a los que dejará su legado.

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Pujol sólo tiene una cara, la soberanista, que a veces enmascara de pragmatismo según sus intereses electorales. Y esta cara es la que le mantiene en el cargo. Por este motivo, confeccionó una lista para las autonómicas renovada pero no renovadora, de la que se cayeron los nacionalistas más radicales. Habló como nunca en castellano en sus mítines. Se paseó por el cinturón industrial de Barcelona, para recuperar los 200.000 votos que CiU perdió en las municipales. Cambió su discurso más reivindicativo para no ser acusado de pedigüeño y victimista y lo disfrazó de guarderías, hospitales, carreteras y escuelas. El mensaje era claro: más dinero y más poder puestos al servicio de los catalanes. No obstante, Pujol tan sólo ansía más poder. Pero este mensaje no vende.

Una de cal y otra de arena. Éste es su refrán favorito. Desde el último congreso de Convergència, en 1996, el presidente se ha rodeado, tanto en el partido como en el Gobierno, del ala más radical. Pero ha sido lo suficientemente astuto para colocar en los puestos clave a personas con altas dosis de pragmatismo, gestores al fin y al cabo.

Durante esta campaña, Pujol se ha mostrado como el gran comunicador que es, capaz de llegar hasta lo más íntimo del público al que se dirige. Cautivador en sus mítines. Socarrón en sus críticas. Firme en el mensaje. Gallardo en situaciones adversas (como en el abucheo de 15.000 personas en Nou Barris). Y resuelto en cualquier ambiente.

Éstas eran sus últimas elecciones. Como tales no podía mostrarse como el líder en solitario que es; como el candidato de 69 años que lleva 19 en el poder; como el político que repite hasta la saciedad un más que consabido discurso; como el Saturno que ha devorado uno a uno sus sucesores (Miquel Roca, Macià Alavedra, Josep Maria Cullel, Joaquim Molins). Había que mostrar la cara más amable de Pujol e ignorar el lado oscuro.

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Convergència i Unió ha renovado su discurso ofreciendo un programa de futuro (Horizonte 2010). Pujol ha subido el Aneto para demostrar su buen estado físico y ha dejado que el líder de Unió, Josep Antoni Duran Lleida, se mostrara como el número dos de la coalición con el objetivo de ofrecer una imagen de equipo consistente y compenetrado. Y todos ellos, convergentes y democristianos, han aparcado sus viejas rencillas personales y políticas. A todas luces, un cierre en falso desde que hace 20 años decidieron concurrir juntos a las urnas.

Acostumbrado a tener siempre la última palabra, en esta campaña Pujol ha dejado aconsejarse más que en ninguna otra. Ha corregido a tiempo, aunque a desgana, sus errores, producto de su carácter temperamental. Por ejemplo, cuando afirmó que tenía a sus siete hijos colocados. Las referencias a los negocios de su familia es el único tema que le saca de sus casillas. Pero ha sido el único político español que ha colocado a uno de sus hijos como director general en su Administración.

Afirma impertérrito que ha sido el dirigente más investigado de este país, pero cada vez que lo repite aflora un sentimiento victimista, casi de revancha. Lo que no le ha impedido apoyar, contra viento y marea, a socialistas -en pleno escándalo de los GAL- y salvar a los populares de ser investigados por el caso del lino. De todos intenta sacar tajada. El compromiso que adquiere le permite presentarse más allá del Ebro como garantía de estabilidad. Y es a la hora de vender este resultado cuando abandona su profesión de médico (que nunca ha ejercido) y emerge la de comerciante, capaz de dar gato por libre. El caso es que todos quedan contentos.

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