Mil abejas y una flor
No hay manera: el Auditorio Nacional y el jazz, al menos el amplificado, están de uñas. Se diría que la sala madrileña está diseñada para cometidos concretos y se declara incompetente si se utilizan mal sus recursos. Así, el esperado concierto de una cantante puntera que merecía acaparar todo el protagonismo se convirtió en una pesadilla inaudible urdida por un equipo técnico de feroz torpeza. Ya en la introducción instrumental se intuyó que la sonorización iba a dar la noche, pero cuando se sumó la voz de Cassandra Wilson, lejana y hueca como si procediera del fondo de un pozo, el panorama se tornó francamente tétrico. Nadie hubiera sospechado que aquello podía empeorar, pero empeoró merced a un zumbido que parecía salido de un macho de chicharra gigante dando el do de alas. Extrañó que, bien entrado el otoño, la sala tuviera el ambiente de un páramo castellano en pleno mes de julio a las tres de la tarde. El concierto se iba derechito al desagüe.Cundió la alarma y el escenario se convirtió en un desfile de técnicos despistados que tocaban aquí y allá sin solucionar nada. El más voluntarioso hasta llegó a pegar la oreja a los altavoces para ver si auscultándolos diagnosticaba su mal. Ni por ésas. A falta de otro entretenimiento, el tremendo galimatías despertó la vena poética de un caballero del público que en voz alta lo definió muy certeramente como "abejas alrededor de una flor". La flor, por supuesto, era Cassandra, y lo que, por referencias discográficas, se adivinaba que podía ser su espléndida voz.
La situación era insostenible y, a punto de cumplirse una hora de desbarajuste sónico, una valiente dama con acento norteamericano se levantó para informar a Wilson (ignorante de la dimensión de un problema que parecía no afectar a los monitores de escenario) de que no podía más. La cantante tuvo el buen detalle de parar a sus músicos para pactar con el público una solución.
Una vez desconectados los enchufes asesinos, la sesión tomó aspecto de concierto básico y se pudo escuchar, por fin, a la Cassandra Wilson real, la que borda un blues íntimo y estremecedor con el único acompañamiento de dos guitarras entre rurales y urbanas, o rinde homenaje al Miles Davis universal, ni acústico ni eléctrico, con creativa convicción. Al trompetista iba dirigido el sereno Time after time final y el beso que la cantante mandó al cielo. El público la despidió en pie, agradeciendo que la fuerza de su voz soberana hubiera podido con tanto vatio mal empleado.
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