De la Larga Marcha a los desheredados de la "reforma"
Estamos en el antro de la leyenda troglodita. Yan"an y su mito. Aquí es donde el Ejército Rojo en retirada, exangüe tras el desastre de la Larga Marcha, llegó en 1936. Aquí, en las cavidades de estas mesetas de la China amarilla del norte, la contrasociedad maoísta probó sus recetas antes de la gran fecundación del imperio rojo. El laboratorio se ha convertido en un museo. Los peregrinos acuden a descubrir los refugios de Mao -una choza y tres grutas-, bóvedas frescas, nuevamente enjalbegadas en tono pastel, con un toque rústico. La guía es una mujer elegante. Recogimiento ante las reliquias: la mesa de Mao, el taburete de Mao, la tela mosquitera de Mao, el barreño de Mao, el telar de Mao. Todo este mobiliario es nuevo, admite la anfitriona. "Los verdaderos están en el museo de la revolución en Pekín". También están los iconos que dominan el muro, imágenes pulidas, restauradas como cuadros de maestros: Mao el Rebelde con el pelo salvaje, Mao el Profeta con las manos en las caderas, Mao el Pensador de inspirado pincel, Mao el estratega dejando su guerrera sobre un mapa del estado mayor.La cohorte de turistas chinos se embriaga de nostalgia mientras que, bajo los porches, los mercaderes del templo dan brillo a su vajilla: 30 yuanes por un plato de Mao, un tazón de Zhu Enlai o una taza de Zhu De. La galería de veteranos se exhibe sobre los puestos, bustos de cruzados que irradian su fe en una humanidad universal, salvo que la lección de historia está truncada. Buscaremos en vano los perfiles del mariscal Lin Biao o de la viuda de Mao, esos desgraciados borrados de la quincallería. Tal vez reaparecerán en algún medallón cuando un cónclave pequinés haya decretado su readmisión en el Panteón.
¿Pero quién se preocupa en Yan"an de todos estos lustrosos chirimbolos? ¿De esta gloria momificada? ¿Quién va a escuchar al Viejo Zhang, seco como un sarmiento, pero todavía con suficiente viveza para contar cómo fue enrolado con 13 años en el Ejército Rojo porque el rumor llegó a su pueblo de Sichuán: "Llegan los comunistas, por fin podremos comer hasta saciarnos?" El final del hambre, ésa fue la promesa que enardeció a la planicie. En medio de su jardincillo decorado con un festón de tomates, el abuelo narra sus emboscadas y exalta el estoicismo de su generación. "No voy a molestar al Gobierno con mis problemillas personales", dice, a pesar de que su jubilación es miserable y su nuera pronto será despedida.
Zhang soportaría todos los seísmos del mundo sin pestañear si el Gobierno le dijese que ése es el camino. ¿Pero quién va a volver a escuchar al patriarca, su memoria marcial, salvo algunos curiosos de paso? Los habitantes de la aldea tienen otras preocupaciones en la cabeza. Yan"an se esfuerza en salir de la roca, en entrar en la escuela de la reforma, en hacer salir de sus entrañas de arcilla edificios en vidrio azul ahumado, pero Yan"an sigue siendo pobre, desesperadamente pobre, triste agujero de polvo recorrido por un hilo de agua arenosa.
Es Zao Fenzhong quien lo dice, con sus propias palabras, sus palabras de campesino del pueblo vecino de Longyún (dragón de las nubes), que ha venido a pedalear aquí un triciclo entoldado. Pelo corto, el mentón salpicado con un remolino de pelos, acaba de terminar su jornada de trabajo y aparca su vehículo al pie del acantilado, no lejos de un vertedero. A continuación, sube el callejón que serpentea por el borde de la roca. El pasadizo apesta a orina y a carbón. A la izquierda, una serie de grutas con ventanas con arcos de media luna, tapizadas con papel color de arroz. A la derecha, edificios de hormigón. El domicilio de Zao Fenzhong tiene una única habitación. Las paredes están cubiertas con páginas del Shaanxi Ribao -versión local de El Diario del Pueblo- única fantasía que ameniza los regueros de hollín. Desde la ventana, se percibe Yan"an, un conglomerado de barras estalinistas y de fachadas enlosadas -las baldosas, ese material emblemático de la reforma-. En la penumbra de la casa, la mujer de Zao, Liu Ping, regordeta con su camisa multicolor, calienta té de jazmín. Tiene el verbo encendido: "La reforma es para los competentes, ellos se enriquecen. Los demás, seguirán siendo pobres". Mala suerte, su marido no es competente. No sabe leer ni escribir. Se afilió al partido en 1990, no por ideales "en los que no piensa", sino por el poder. Una pizca de poder en el país del dragón de las nubes, eso le habría bastado. Habría profesado la ley del partido pese a que no la respete nada. La pareja ha tenido tres hijos incumpliendo la política del hijo único. El asunto se resolvió con una multa -300 yuanes (5.000 pesetas) por hijo adicional- y la esterilización forzosa de Liu. Una historia banal, tan corriente inclusive que no ha manchado en absoluto la buena reputación de Zao Fenzhong. Sin embargo, no se hace ninguna ilusión sobre su futuro: "Nunca seré jefe del pueblo, no sé ni leer una factura". Así pues, pedalea duro, en ocasiones hasta la noche, para precaverse de los golpes del destino, para defenderse ante el hundimiento del antiguo mundo que desestabiliza a sectores de la economía china.
¿Acaso no se rumorea que el Ayuntamiento piensa reducir en una tercera parte el parque de triciclos? Por lo tanto, se mata para reunir sus 400 yuanes (7.500 pesetas) mensuales soñando con una vuelta gloriosa a la aldea del dragón de las nubes. El tiempo apremia. El ambiente no es bueno allí: acaban de robar 10 gallinas en la choza de la familia. Los pobres se vuelven ladronzuelos. "En los pueblos hay gente tan pobre que ni siquiera puede comprar cerillas".
¡Ay, ese arañazo en la imagen! Ese abismo entre el gesto de ayer y la indigencia del presente. En el corazón del parque se alza la estatua de una amazona del Ejército Rojo, una Virgen con la gorra con la estrella. Por la noche, las parejas vienen aquí a bailar el vals bajo los destellos de luz que caen del Monte de la Pagoda de los Tesoros que el Ayuntamiento ha llenado de bombillas como si fuera un casino. Dulce ambiente de verano. Dulce, ¿realmente? Yu Dang despliega su antebrazo tatuado mientras come su pincho de cordero. Vaga, ocioso, golfo al acecho de pequeños golpes. "Yan"an es un lugar de leyenda en el exterior pero, nosotros aquí no estamos orgullosos de ello. Todo es pobre. Mi abuelo, un veterano del Ejército Rojo es hoy maltratado como un mendigo". A su lado, la bella Hongmei, pelo teñido de color rojizo, comparte su desencanto. Se ahoga en Yan"an. Hija del comisario político de la fábrica de cigarrillos, sueña con otros horizontes. Le gustaría exilarse en Pekín, pero no tiene dinero.
La minúscula sala de cine -un vídeo y cuatro bancadas- que abrió cerca de la estatua de la Santa Roja funciona mal. Las películas hongkonesas de kung-fú no atraen a mucha gente. Así que ha hecho un poco de trampa al instalar en la entrada carteles de falsas películas eróticas. "La competencia hace lo mismo". Esa noche, duda de sí misma. Está melancólica. Se confiesa en una casa de té cutre situada en la última planta de un edificio con una escalera mugrienta. Afirma haberlo intentado todo: camarera en un restaurante, recepcionista en un hotel. Pero sigue sin lograr alzar el vuelo. Se pelea a menudo con su marido, despedido de una acería y reciclado en el pequeño tráfico de cadenas de alta fidelidad, debido a la "falta de dinero". Su mayor humillación la sufrió en su boda: al carecer de medios no hubo ceremonia. La herida terminó por cicatrizar pero, hace poco, Hongmei volvió a recaer. "El otro día, vi a una mujer al volante de un bonito coche japonés. Me puso furiosa. ¿Por qué ella y no yo?" Yan"an o los problemas de una juventud ociosa, cínica incluso.
¿A quién creer en este teatro de falsos pretextos? ¿A quién creer cuando uno se cruza con un burócrata que pontifica sobre la pureza revolucionaria del lugar pero que sorprenderemos, por casualidad, haciendo facturas falsas. ¿A quién creer cuando la Historia es una plastilina que los censores modelan al ritmo de las excomuniones? Yan"an y sus lapsus de memoria. ¿A este Lin Biao, futuro delfín y más tarde rival de Mao que, según una complicada versión oficial, desapareció siendo fugitivo en un accidente de avión en 1971 en Mongolia tras fracasar una pretendida conspiración contra el Gran Timonel?
Es a este Lin Biao, borrado de la lista de Yan"an a quien el partido debió la conquista de Manchuria. Estamos en 1948. Transcurridos tres años desde el final de la IIGuerra Mundial, la guerra civil con el Kuomintang causa estragos. Estimulado por los años de ocupación japonesa que atrajo oleadas de ardientes patriotas, el movimiento comunista está en plena expansión. Cuando Lin Biao toma Shenyang, con el apoyo soviético, hace saltar un cerrojo de una enorme importancia estratégica. Pekín no está lejos. La China roja se dispone a confundirse con el imperio. Así pues, aquí está esta capital de Manchuria. Triste ciudad que arrastra con vergüenza su pasado de bastión de la industria pesada, universo de comisarios copiado del modelo ruso.
Shenyang tiene prisa por quitarse todo ese gris. Se vuelve a dar brillo a las fachadas japonesas que han sobrevivido (Manchuria fue ocupada entre 1931 y 1945 por Japón que estableció el Estado fantoche de Manchukuo) y el centro de la ciudad se salpica con macetas con flores. En el plazo de un año, el lavado ha vuelto la ciudad irreconocible. También se esfuerzan por sanear las empresas del Estado, esos dinosaurios industriales repletos de deudas que dificultan el despegue de una ciudad que proclama con orgullo su ambición de ser una Ciudad del Siglo XXI.
Es la hora de la gran purga, esta vez económica. Los inversores extranjeros son bienvenidos y para ellos se organizan pomposos simposios, amenizados con una garden party con un copioso bufé sobre el cortado césped de un hotel de las afueras. La más minúscula delegación de invitados tendrá derecho a la sirena vociferante de un coche de policía conminando a los peatones a apartarse. Al capital se le trata como se debe.
Esta nueva batalla de Shenyang, la de la reforma, se decide en Tiexi. Antiguo escaparate de los beneficios proletarios, Tiexi es hoy un barrio damnificado. Dos de cada tres obreros están en paro. Las afueras industriales se hallan recorridas por una arteria que la vox populi ha rebautizado con burla: calle de las empresas deficitarias. Está bordeada de armazones oxidados y de hangares fantasmas. Cuando una fábrica no está cerrada, funciona al ralentí. Li Xiaofeng es un dirigente de una fábrica de piezas sueltas para refinerías de petróleo. Tiene el perfil sin relieve de un apparatchik de una empresa estatal. Nos guía en los almacenes cubiertos por una alta bóveda de vidrio que tamiza una luz ya velada de polvo químico. Las máquinas son importadas de Alemania o de Suiza: una de cada tres no funciona. El suelo aceitoso está cubierto de pequeñas láminas de metal. Aquí se practica la reforma con un picador. En dos años, la plantilla ha sido reducida en una tercera parte. La presión sobre los obreros se ha endurecido. Las galerías están coronadas por armarios que difunden la nueva ideología: "Si hoy no realizamos un esfuerzo para trabajar, lo haremos mañana para buscar un nuevo empleo".
Los lemas se reescriben pero se han conservado los viejos métodos de estigmatizar en público. Sobre una pizarra se extiende con tiza amarilla la lista de los obreros que han dañado piezas: el nombre, la falta, la sanción. Los torpes reciben una advertencia. A la segunda serán despedidos. Ya no es la hora de la gran olla, sino de la flexibilidad laboral. Ya no hay empleos de por vida. Los contratos de trabajo tienen una duración definida: cinco como máximo para los obreros, 10 como mínimo para los ingenieros. "Si no hubiéramos impuesto sacrificios", dice Li, "la empresa habría cerrado".
En el corazón de Shenyang se alza una gigantesca estatua de Mao. El timonel tiende un brazo hacia un futuro radiante. El pedestal está grabado con héroes proletarios con músculos marcados y mirada exaltada. Por la noche, los colegiales vienen aquí a rasgar la guitarra, rodar sobre patines o a jugar al bádminton. Por la noche, sobre todo por la noche, Xiao Guang da vueltas alrededor de la majestuosa silueta del guía de la revolución. Con un bolso de mimbre en la mano, da vueltas como una loca. Pero no está loca: intenta únicamente vender sus pipas de girasol. Su fábrica sólo le paga uno de cada cinco meses. Su marido está en el paro y su hija en la escuela. Hay que vivir de alguna forma. Así que vende en la acera sus saquitos de pipas que le reportan 10 yuanes (175 pesetas) al día.
Da vueltas alrededor de Mao una vez que ha caído la noche, a la hora en que los policías escasean más. Porque no tiene derecho a dedicarse al pequeño comercio callejero. No está registrada, no paga impuestos, esos impuestos (la tercera parte de las ganancias) de los que se quejan todos los vendedores ambulantes hasta el punto de preguntar: "En su país, ¿pagan tantos impuestos?" Xiao es prudente desde que tuvo que vérselas con unos policías. En cuatro ocasiones, le confiscaron la mercancía. Aunque no lo parezca, es una vagabunda, una clandestina de las pipas. ¿Rebelarse? Ni siquiera se le pasa por la cabeza. "Eso no sirve para nada, no tenemos elección". Shenyang conoció, en un pasado cercano, manifestaciones esporádicas de descontentos, sobre todo jubilados con pensiones impagadas. Los más intrépidos impidieron la circulación en los cruces. Utilizando la táctica del palo y de la zanahoria, las autoridades han conseguido hasta la fecha desbaratar las quejas. ¿Por cuánto tiempo? Xiao lo ignora. Lo que sabe es que prefiere permanecer apartada. Tiene miedo. Cita la implacable represión que cayó sobre la secta Falún Gong, que tuvo la desvergüenza de desafiar al poder. "No", repite, "de nada sirve rebelarse".
Al igual que Xiao Guang, todo el mundo sobrevive en Shenyang. La gente va tirando. Para quienes fueron educados en el culto de la aristocracia obrera, esta reconversión a los trabajillos se vive mal. Los hombres de hierro de antaño sufren hoy por tener que dar brillo a los zapatos en Zhongyang Jie, la calle peatonal del centro ciudad. Terrible sensación de haber sido desclasado. Así pues, los puestos son cogidos a menudo por emigrantes de otras provincias a quienes les da igual las miradas.
Los funcionarios municipales siguen la moda de esta antigua nobleza del maoísmo. Uno de ellos cuenta una anécdota con un tono de enfado: "El otro día, me decidí por fin a lavar los cristales sucios de mi despacho. Así que pedí a mi ayudante que bajara a la calle para pedir a unos parados que vinieran a limpiarlos. Les propusimos ese trabajillo por 10 yuanes (125 pesetas). Pues bien, figúrese, todo el mundo lo rechazó. ¡Es increíble!" Dicho claramente, los parados tienen lo que se merecen. Por otro lado es lo que nos explica Xu Wencai, secretario del comité del partido en Shenyang, es decir la más alta autoridad política de la ciudad: "Si un parado goza de buena salud y no es perezoso, encuentra trabajo con facilidad".
En efecto, aparte de los limpiabotas y de los vendedores, hay una actividad en la que aquél que sabe apañárselas prospera: los clubes de sauna y los bares de karaoke que, a menudo, son sólo escaparates de prostitución. Tan sólo en el barrio industrial de Tiexi, hay un centenar de garitos de este tipo. Hace un año, la industria era floreciente. Pero este año, el mercado está más parado. Se ve claramente al entrar en el bar de Lao Wang con un pasillo tapizado con motivos de flores de lo más naïf. Hundidas en sus sillones, las chicas, vestidas con sedas ligeras, bostezan de aburrimiento. Los clientes son escasos. Lao aduce la ralentización del crecimiento pero, sobre todo, la inminencia de las ceremonias del cincuentenario. "Buena parte de mis clientes son funcionarios", precisa. "Vienen a ver a mis chicas. Les hago una factura de comida y la administración le devuelve el dinero".
Facturas falsas, desvío de fondos públicos, implicación de los burócratas en las redes de proxenetismo: todo muy corriente en China. Los chanchullos alrededor de este burdel de Tiexi son incluso ridículos comparados con las cantidades amasadas a un nivel más alto. El pueblo llano, a quien se impone tantos sacrificios, lo sabe bien, y la rabia respecto a este asunto es latente. Los dirigentes con más luces son conscientes de ello: "¿Cuál es el principal factor de inestabilidad en China?", preguntamos a Mu Suixín, el alcalde de Shenyang, un joven jefe del partido con pelo engominado. Respondió raudo: "La corrupción gubernamental". Seamos justos. Shenyang no sólo se resume a sus apparatchiks que reducen las plantillas, a sus parados desencantados, a sus gerentes sospechosos o a sus burócratas corruptos. También está Jiang Wei. Este hombre es una celebridad local. Patrón del grupo farmacéutico Feilang (Dragón volador), Jiang Wei es el muy mediático héroe de la guerra de la Viagra china. Encarna perfectamente a la nueva casta de empresarios privados, una minoría de activistas de los negocios -un poco piratas- que vuelve a dibujar mediante pequeños toques el paisaje económico de China. Este Jiang Wei seguramente no tiene ningún miedo. Acaba de llevar al Estado a los Tribunales por el asunto de la Viagra. Reclama 125 millones de yuanes (2.050 millones de pesetas) de indemnización. El asunto no tiene precedentes en los anales de la República Popular. El contencioso estalló el día en que la administración instó a Jiang Wei a retirar del mercado su fortalecedor sexual bautizado Weige, una hábil variación de la traducción china de Viagra habitual en Taiwan y en Hong Kong. Una situación inédita: el Estado chino quiere quedar bien con la multinacional estadounidense Pfizer sancionando a un industrial chino sorprendido cuando pirateaba su marca; y este mismo industrial responde llevando al Estado chino a los tribunales. Habría que desconocer a Jiang Wei para pensar que cedería sin reaccionar. El haber sufrido el ostracismo político es algo que endurece el carácter. Durante la Revolución Cultural (1966-1968), su familia fue especialmente señalada con el dedo. Su padre era una doble tara: era al mismo tiempo "opresor del pueblo" y "espía pagado por los rusos". Circunstancia agravante, su abuelo materno era un campesino clasificado en la categoría de los "campesinos ricos". La Guardia Roja le infligió en público las humillaciones más viles. Fue apaleado. Los golpes en la cabeza le volvieron sordo. El joven Wei encajó todas esas ofensas, siguió a sus padres a los colegios de reeducación y, "como joven con estudios", fue enviado a labrar a las granjas rurales. La misma situación de toda una generación.
Esta prueba terminó con lavuelta al poder de Deng Xiaoping, a finales de los años setenta. Era la hora de las rehabilitaciones.Se descubrió que su abuelo no era un "campesino rico" sino un "campesino pobre". ¿Qué importancia tenía, puesto que China dejaba de estar obsesionada por las etiquetas de clase? Licenciado en medicina tradicional, Jiang Wei empezó entonces una carrera de burócrata antes de lanzarse a los negocios a finales de los años ochenta. Por fin ha conseguido su revancha. Reúne una fortuna con las pastillas revigorizadoras. Hoy envía su Cadillac a buscar a sus invitados. Y se permite el lujo de desafiar al Estado. Pero su disidencia comercial no llegará muy lejos. Jiang Wei tiene el carné del partido. Es de la casa. Al fin y al cabo, no es peligroso, mucho menos peligroso que los desocupados de la calle que se apartan en silencio ante el paso de un coche de policía con la sirena vociferante.
© Le Monde
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