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47º FESTIVAL DE SAN SEBASTIAN

Peter Mullan aguanta la enorme presión trágica de 'Señorita Julia', de Strindberg

Carlos Diegues convierte la miseria de una 'favela' de Río de Janeiro en una estampita turística

Aguantar la enorme presión trágica, la desconcertante intensidad de Señorita Julia, puro zumo del genio de August Strindberg, es una de las pruebas de fuerza más duras y complejas que dos intérpretes pueden soñar, tanto para la actriz que se atreva a meterse en el pellejo de la turbadora aristócrata sueca, como para el actor con hígados suficientes para encarnar al criado de su padre, que ha de sostener frente a ella de tú a tú una réplica de no menor dificultad.La bellísima inglesa Saffron Burrows entra en el arriesgadísimo enfrentamiento con un saco de delicados y elegantes matices bajo el rostro, casi todos concentrados en sus enormes, enigmáticos ojos. Y convence. Pero el rectilíneo actor escocés Peter Mullan -a quien aquí conocemos por su inmenso obrero alcohólico de Mi nombre es Joe, que, dirigido por Ken Loach, le valió el premio al mejor actor en Cannes 98- afronta la embestida de la seda en carne viva de Julia con uñas y dientes, a mordiscos y zarpazos, como una escurridiza fiera panza arriba. Y no sólo convence, deslumbra.

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El Jean o John o Johannes de Peter Mullan es literalmente genial y aguanta por sí solo esa casi insostenible presión trágica aludida, que acecha la cocina del aristócrata sueco padre de Julia y amo de este lacayo sublevado y con vehemente ansia de encaramarse en un tentáculo del poder emergente de la burguesía noreuropea de finales del siglo XIX. La potencia del portentoso dúo creado por August Strindberg no tiene menor rango que el de Lady Macbeth y su furibundo marido ideado por Shakespeare; o que el de Medea y Jasón escrito con sangre negra, hace milenios, por Eurípides. Estamos en pleno Himalaya del teatro y nos topamos de bruces, ayer en San Sebastián, con uno de sus más enérgicos escaladores.

Un error y una hazaña

Pero Saffron Burrows y, sobre todo, Peter Mullan tiran con su talento desnudo, a cuerpo limpio, de un carro cargado de granito escénico y logran la hazaña de moverlo, a pesar de que sus ruedas no han sido bien engrasadas por el director Mike Figgis ni por la guionista adaptadora Helen Cooper, que incurren en un gravísimo error de bulto en la construcción del inexplicable, misterioso tempo secuencial que requiere la representación de este choque frontal de dos trenes a toda presión que circulan por la misma vía de poder y de sexo, pero en sentido contrario.

El error radica en su deficiente captura del fuera de campo, cosa que es vital para hacer de esa cocina el agobiante campo de batalla entre ama y criado que debe ser. La orgía de los campesinos durante la hora y media escasa (la obra discurre en tiempo estrictamente real) que dura una noche de San Juan en las latitudes del Norte donde sucede Señorita Julia debe oírse incesantemente y entreverse en planos generales a través de los ventanales, pero jamás debe invadir el territorio de lucha entre Julia y el lacayo de su padre.

Que ocurra sólo fuera, en los alrededores de la casa, es un elemento escénico coral lejano o sólo sonoro, indispensable para dar al suceso espesura de cerco o de argolla que desvela la presión trágica que acosa a la escena y a sus tres (el otro es la cocinera, Cristina) únicos pobladores. Al introducir en el campo de la cámara -en una disparatada secuencia inventada, ideada sólo para llevar a Julia y Juan al escondite de la despensa- a los campesinos borrachos, Figgis y Cooper vulneran el delicadísimo continuo temporal de la tragedia y, en nombre de una innecesaria verosimilitud, hacen anidar en ella una arritmia mortal.

Y ya que estamos en plena tragedia frustrada, recordemos que la película que acompañó a Señorita Julia ayer en San Sebastián es una adaptación del mito griego trágico de Orfeo por el brasileño Carlos Diegues; que, apoyado en Vinicius de Moraes y en sus ganas de dar una réplica al viejo Orfeo negro de Marcel Camus, se entromete en las entretelas del mito de Orfeo y Eurídice y de él se saca de la bocamanga del prestidigitador de colorines un bonito cuento, en el que una mísera favela de Río de Janeiro es convertida por arte de birlibirloque en una aseada postalita turística.

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