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Más dura será la caída VALENTÍ PUIG

En Las ilusiones perdidas, Balzac se refirió a un mundo de vocaciones corrompidas, aunque toda rentrée literaria acumule las ilusiones de quienes comienzan su vida como escritor y las de aquellos lectores idealistas que cada año esperan sorpresas y grandes emociones. Para la literatura catalana, año tras año, el problema es la carencia de público cualificado, salvo ese reducto de poetas que leen todos los libros de poesía que se publican. En su juiciosa Historia de la literatura francesa de 1940 hasta nuestros días, Jacques Brenner dice que la valoración de la buena literatura corresponde en cada episodio de la historia literaria a los happy few. Ésa fue la dedicatoria de Stendhal y para Brenner los happy few son quienes dirimen al final el aposentamiento de los laureles en la frente de los escritores considerados de mayor gloria. Ni las ventas ni el mundo universitario pueden substituir el rol de esos happy few. Brenner define incluso el perfil del happy few diciendo que el amateur de la literatura se reconoce, entre otros signos, porque las obras que ha amado a partir de entonces formarán parte de su vida, mientras que un lector que simplemente lee para distraerse olvida deprisa las obras que le han interesado mientras las estaba leyendo. Se deduce que la supervivencia de los libros depende de los happy few y no del público en general. Es, en definitiva, una cuestión de memoria y la consolidación del gusto acertado pasa por la sedimentación del recuerdo a la manera de un privilegio. Para la literatura francesa, Brenner censa el público selecto de los happy few en unos diez mil. Se trata de Francia, nación literaria por excelencia, como reitera Marc Fumaroli. Uno se pregunta cuál será el total de lectores privilegiados que constituyen el censo de happy few en Cataluña. No es un exceso de celo poner en duda que exista un núcleo de clase media alta o de clases profesionales cuantificable en centenares como adicto a la literatura catalana, mientras que su consumo periódico e intensivo de libros en castellano es un dato corroborable. Claro está que la comparación entre el núcleo de happy few de la literatura castellana -quiere decirse, territorialmente, sin irse a México o Buenos Aires- y el francés también puede resultar desproporcionado, pero incluso así no todo está perdido. El caso norteamericano tampoco es ilusionante. Según datos de La creación de un best seller, de Arthur T. Vandebilt II, vender libros en Estados Unidos es como vender cintas de vídeo en un país en el que un 75% de la población no tiene vídeo y el 25% que lo tiene no sabe cómo hacerlo funcionar. Para una población de más de 250 millones, vender más de 50.000 ejemplares de un libro puede auparlo a la condición de best seller. Si se vende más de un millón, ahí tenemos un best seller al galope aunque eso sólo signifique que el libro ha sido adquirido por un 0,5% del público lector. Los autores más vendidos de los últimos años han sido Tom Clancy (1,3 millones de ejemplares), Stephen King (1,2 millones), Danielle Steel (1,1 millones), James Michener (850.000), Jackie Collins (475.000), John Le Carré (450.000) y Kenn Follet (330.000). Un elemento comparativo en el pasado: Steinbeck se quedó asombrado al saber que la tirada de sus libros en Dinamarca era la misma que en Estados Unidos. La diferencia es que la población danesa de entonces estaba en cinco millones. De California a la costa Este, la incógnita está en saber cuál es el censo de auténticos happy few en la república americana. Como en el caso de Cataluña, es importante saber si existe una microsociedad atenta a la literatura como valor perdurable o si se trata sólo de un puñado de escritores que leen a los otros escritores en una repetición del comensalismo como práctica parasitaria. También eso ocurría en Las ilusiones perdidas. Todo vale a la hora de hacerse publicar, de estar en un rincón de los escaparates y de conseguir que alguna vieja gloria encallada en los bajíos de la mala literatura acceda a presentarnos un libro de relatos cuya edición ha sido sufragada por un consejo intercomarcal. La rentrée literaria es uno de los acuarios más ostentosos de la comedia humana. Todos perdemos ahí alguna pluma, casi siempre sin ganar nada a cambio. Al contrario de ese bronceado triunfal que uno aporta como constatación de un fin de semana en las estaciones de nieve, la rentrée literaria suele dejarnos lívidos, porque -como también decía Balzac- un rencor de escritor solo es equiparable, por violencia y duración, a un rencor eclesiástico.

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