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La memez icónica IGNASI RIERA

Ya suenan los claros clarines. O las campanas ya tañen a muerte anunciada. O el colegiado da comienzo al partido de la máxima (en ámbito local: es decir, no en zona UEFA, sino en categoría regional e intraautonómica). Masoquista de posguerra fría, suelo leerme los programas, tal vez porque -a pesar de todo- ya tengo decidido el voto. Son fotocopias de fotocopias de fotocopias. La novedad de A lo fue de B y antes de C. Los programas se entenderían si fueran acompañados con un balance -sellado por una auditoría política solvente- de los propuestos en el último envite electoral. Pero eso sería demasiado racional, demasiado científico. Y la mayor parte del porcentaje de recursos dedicados a elecciones ha sido ya predestinado al más irracional de los mensajes: el de la imagen del líder y/o sublíder (por aquello de las cuotas) de cada formación política. A uno le aburre constatar que vive entre personas tan bien preparadas, tan leídas, tan honestas, tan apegadas a la familia -en tiempos electorales la familia de cada candidato suele ser la oficial, que no hay que alardear del efecto estimulante del desliz-, tan fieles al partido, a sus fundadores. Y tan dadas a visitar mercados municipales. (Como ciudadano a quien tal práctica asquea, dejo de comprar durante un año entero en el puesto del mercado que ha atendido mejor a los candidatos: pienso que tanta amabilidad puede ser un subterfugio para ocultar la calidad del producto ofrecido). Opino que el Código Penal debería sancionar a los asesores de imagen de la mayoría de los líderes (y / o sublíderes), fotografiados, colgados, en cada esquina de barrios y pueblos. (Buen castigo sería colgar a los asesores de imagen, con dentadura de anuncio de dentífrico, con un cartel que indicara: "El causante es él"). ¿Quién dejaría algo valioso en depósito al líder o a la líder que pide tu voto, siempre sonriente, con cara de amabilidad forzada, como si predicara una religión esotérica destinada a la salvación en exclusiva de los muchos o los pocos que le voten o la voten? Desde pequeño, odio a los parientes que hablan a los niños y niñas con diminutivos. Y desde mayor, odio a los / las líderes que sonríen porque no lo harían si se enteraran de lo que la mayoría piensa de la clase política, quizá injustamente pero con fundamento próximo o remoto. Mayor indignación aún cuando los / las líderes alardean de sus dotes como excursionistas -¿qué tendrá que ver el Aneto con el déficit acumulado del Gobierno de la Generalitat?-, o como ciclistas, o como peatones, o como músicos. (Que no sólo de solos de saxo vive la intimidad erótica de un presidente). Me indigna porque hay un colectivo de ciudadanos / ciudadanas que tienen derecho a estar muy cabreados / cabreadas frente al sector gobernante de la clase política: me refiero al colectivo de personas con discapacidades psíquicas y / o físicas. ¿Qué atención presupuestaria reciben de los distintos gobiernos? ¿Por qué, cada vez que se dan las cifras de paro, no se añade el porcentaje de personas con discapacidades sin trabajo? ¿Por qué las administraciones públicas incumplen la ley y el 2% de sus trabajadores / trabajadoras no son personas con alguna discapacidad? No aparece ningún líder en silla de ruedas, por ejemplo. El pobre Francesc Layret, una de las imágenes más coherentes de la izquierda catalana, no hubiese tenido opciones: ¿por qué? Le consolarían diciendo que el héroe de la política europea contemporánea, Helmut Kohl, que ni sube montañas ni revienta bicicletas, tampoco obtendría el sí de los asesores de imagen de nuestra pequeña aldea irredenta. ¿Por qué se destina tanto dinero a fomentar el voto irracional? ¿Es, tal vez, el juicio final contra la democracia por la que tanto habíamos luchado?

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