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Perfil de Silbo

JOSÉ M. PORTILLO VALDÉS Es tradicional, inmemorial, propio y característico de una pequeña isla del Atlántico que, por casualidad histórica, pertenece a España. Es, dicen, un completo lenguaje, un sistema de comunicación que permite formular ideas más o menos complejas, con el que los pastores isleños se han venido poniendo en contacto entre valles y barrancales. El Silbo gomero, así con mayúscula como corresponde a una seña de identidad tan apreciada, es todo eso y mucho más. Es, en realidad, todo aquello que los fabricantes contemporáneos de identidades puedan ir añadiendo en torno a los pitidos con que los pastores se advertían, imagino, de aquello que realmente les interesaba: que si una cabeza de ganado se ha perdido, que si parece que viene una tormenta o que si vamos a echar un traguillo una vez terminada la faena. Pero hete aquí que en un mundo como el nuestro -y la Gomera está en él, aunque distante miles de kilómetros- tan preocupado por la identidad menuda, aquella que se puede obtener de entre los resquicios de las tradiciones y de los inmensos filones de la inventiva, el Silbo deviene... ¡asignatura obligatoria de la enseñanza primaria! Ya con ello alcanza definitivamente la categoría de marca de fábrica primordial de una identidad, la conveniente diferencia que permite subsistir a imaginarias comunidades en este mundo de individuos globalizados. Silbo, luego tengo identidad podría convertirse en lema de promoción de este lenguaje que, además de idiosincrásico, ancestral, genuino y exclusivo se va a convertir sobre todo en una puñeta añadida a la vida de los niños de enseñanza primaria de la isla. Que a la generación ahora infantil y a las venideras se les obligue a aprender Silbo resulta ser así un precio que exige la necesidad política de diferenciar una comunidad dentro de otra, y de otra, y de otra. Ser gomero en Canarias, gomero en España, gomero en Europa es un requerimiento de una determinada política, no de una revitalización cultural o una improrrogable recuperación de tradiciones. Que esa fuera la manera en que los pastores de la Gomera se enviaban mensajes no convierte, desde luego, al Silbo más que en lenguaje de pastores, pero no de otras personas que en su vida han arreado un rebaño ni maldita la falta que les va a hacer. Sin embargo, ya se presenta como una cuestión tan vital a la comunidad como para obligar políticamente a su aprendizaje a todos, vayan o no a pastorear en su vida y, sobre todo, vayan o no a silbar jamás. Ya vendrán luego los perfiles exigibles para acceder apuestos de trabajo públicos, los exámenes específicos de Silbo para trabajar en la enseñanza universitaria, las líneas de Silbo y de castellano, las campañas sobre el analfabetismo imperdonable de quienes hablen castellano, inglés o cualquier otra cosa que no sea el rancio y castizo Silbo gomero. Entre líneas, perfiles, modelos se fuerza una identidad en cuestión de veinte años. La pasada semana un diario protomártir de la redención lingüístico nacional vasca (pero que publica un noventa por ciento de su contenido en castellano) señalaba en una nota editorial que la decisión de la diputación foral de Alava de restablecer colonias veraniegas en castellano era la promoción más clara del analfabetismo. No creo que se hayan despeinado lo más mínimo por publicar tamaña majadería. A estas cotas de estupidez puede conducir el forzamiento de identidades a través de un instrumento tan humano (y poco nacional) como el lenguaje. El camino para el Silbo gomero está abierto y la vía puede tener tanto recorrido como convenga a la brujería política capaz de realizar fantásticas apariciones de colectivas tradiciones, hasta llegar a la alucinación intolerante del lema Herri bat hizkuntza bat, lo que quiere decir algo así como Serbia para los serbios. Personalmente doy gracias al destino por no haber sido niño gomero, sobre todo porque mi oído musical no me permitiría pasar del grado más elemental de Silbo. Lo único que sé decir en ese lenguaje de pitidos es "qué buena, o bueno, estás". Suena más o menos así: "Fui, fuiuu", pero no creo que me hubiera redimido de mi analfabetismo, marca que, contra todas las afirmaciones de los profesionales de la estadística, va creciendo alarmantemente en las Españas.

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