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Tendencias de nuestra época

De igual modo que el torero retrocede un paso antes de entrar a matar, así también el pensador debe tomar distancia de su objeto antes de clavar en él la acerada pupila. Sólo en perspectiva, las cosas presentan una cierta unidad y son susceptibles de ser designadas con un solo nombre. Así, respecto a las épocas pasadas, se dice "Renacimiento", "Barroco", "Ilustración", "Romanticismo". No hace falta insistir en que esas categorías culturales son estereotipos que se explican por la necesidad de simplificación que el conocimiento humano tiene para su progreso y acumulación. Con todo, muchas veces, el estereotipo, el que para una época se haya impuesto uno y no otro, es un hecho altamente significativo, porque revela el acierto de un concepto para expresar una unidad espiritual o cultural.Para la actualidad, en cambio, es preferible, por falta de perspectiva, liberar las diversas fuerzas en tensión, y en lugar de designar la época coetánea con un solo nombre, que promete un sentido unitario todavía imposible, lo más adecuado es destacar la coexistencia de un número pequeño pero variado de fenómenos. Aristóteles, en sus Analíticos, admite dos clases de definición: una es la que clasifica el objeto en género y especie: animal racional. Es el estereotipo. En ocasiones, dice el filósofo, la realidad es rebelde al concepto, y el método más seguro consiste en ir describiendo rasgos característicos del objeto. Entonces podemos hablar, en plural, de tendencias.

El crítico literario, novelista y destacado representante del romanticismo alemán temprano Friedrich Schlegel, tras varios esfuerzos dedicados a tratar de apresar en la claridad de un concepto rotundo la nueva edad que veía alborear a fines del XVIII, al final, resignado, acabó señalando tendencias. Escribió en el fragmento 216 del Athenäum: "La Revolución Francesa, la Doctrina de la ciencia de Fichte y el Meister de Goethe son las grandes tendencias de la época".

Las tendencias en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX eran, por tanto, tres: un acontecimiento político-social y dos libros, un tratado filosófico y una novela de educación. ¿Cuáles son las tendencias en el final del siglo XX? ¿Admiten algunas de ellas ser encerradas en el título de un libro? Por simetría con el fragmento anotado por Schlegel, voy a proponer otras tres tendencias características de nuestra época.

La primera de ellas estaría simbolizada por la caída del muro de Berlín en 1989, exactamente doscientos años después de la Revolución Francesa. En 1789 arranca la modernidad y el proyecto ilustrado, y en 1989 adviene la posmodernidad. Una tendencia sustituye a la otra. La modernidad abrigaba dentro de sí una firme confianza en el poder de la razón teórica y científica y el progreso de la civilización y del Estado-nación. Enseguida se organizó en forma de democracias parlamentarias y se enfrentó a los otros sistemas políticos enemigos, creándose dos bloques militares e ideológicos. La caída del muro expresa, no el fin de los bloques, sino la eliminación de uno de ellos, mientras que el otro despliega una influencia planetaria. Ya no se trata del imperialismo de una nación o la colonización de un Estado. Ahora, los Estados más poderosos se agrupan en organizaciones que promueven la difusión por el mundo entero de la economía de mercado y, secundariamente, del sistema político occidental y los derechos humanos.

Cierto que, a lo largo de esas dos centurias, el hombre fue perdiendo la fe ciega en el progreso y la utopía científica y que, tras las dos guerras europeas, la razón teórico-científica ha cedido su centralidad en favor de la razón práctica, lo que significa exaltación del pragmatismo y nueva estimación del diálogo y del consenso como formas de racionalidad alternativas. Pero el pragmatismo, lo mismo que el mercado, es, y siempre ha sido, una ideología, que se recata en una apariencia de no ideología, de neutralidad. En consecuencia, la globalización implica la universalización de una ideología y un aumento considerable de la uniformidad y homogeneidad del planeta.

Estos mismos efectos está produciendo la revolución cibernética y de los medios de comunicación social, que sería la segunda tendencia. La red mundial, Internet, el correo electrónico permiten el diálogo, la comunicación y el comercio entre sí de todos los ciudadanos del mundo, superando las barreras, que parecían impuestas por la Naturaleza, del espacio y del tiempo. Las innovaciones tecnológicas impulsan algunos cambios en la llamada sociedad digital. Sin embargo, en mi opinión, estas transformaciones sociales, en los hábitos colectivos, en la organización política, con ser grandes, no son las más importantes.

Lo decisivo estriba en la mutación de mentalidad: los sentidos humanos perciben una ingente cantidad de información que se estructura de modo diverso dependiendo de formación cultural y evolutiva de la conciencia. Durante siglos, o mejor milenios, el hombre ha vivido en una cultura oral. El lenguaje hablado conforma una conciencia peculiar en la que lo esencial reside en la persuasión por la palabra elocuente, la retórica. La verdad es lo convincente, lo verosímil y lo deleitoso; por eso, el mundo clásico exhibe un ejemplario de permanente belleza.

A continuación, a fines del Renacimiento, la invención de la imprenta, con el rodar de los años, originó una cultura escrita. El texto escrito es fijo y admite volver a él una y otra vez. La palabra hablada, que reside en la memoria, debe persuadir; la palabra escrita, autónoma del lugar donde se escriba y a disposición de todos, debe ser lógica y rigurosa. Los caracteres tipográficos son sólo signos que remiten a un sentido abstracto. La mentalidad del hombre moderno se torna sutilmente exacta y analítica, apta para el pleno desarrollo tecnológico, aunque con peligroso olvido de los elementos afectivos. Y ahora, en las nuevas tecnologías, la imagen sustituye al alfabeto. Las pantallas de los PC personales acercan entre sí a los usuarios de los lugares más remotos y facilitan el intercambio de información. Pero todos ellos, cualquiera que sea su procedencia, están experimentando un cambio estructural en sus mentes. La imagen, más aún que la palabra hablada, tiene el poder de la experiencia directa, la evidencia colorida que penetra en el cerebro sin mediaciones y excita un hondo efecto sentimental. Estas cualidades integradoras de la imagen son, sin embargo, con frecuencia usadas como instrumento de manipulación de las masas. La imagen seduce por sus formas concretas y tangibles, pero no desarrolla aptitudes de argumentación, necesarias en la palabra hablada, y carece del rigor y exactitud de la escrita. Una sociedad ágrafa sería una sociedad acrítica expuesta al despotismo.

De ahí que sea imprescindible la tercera tendencia, que actúa de contrapeso a las dos anteriores. Los teóricos de la posmodernidad sostienen que toda la metafísica occidental desde Platón descansa en el principio de identidad: A=A, lo que implica que, en ese esquema, lo que no se ajusta al ser y pensar lógicos, quien no es griego es necesariamente bárbaro, luego no es humano, sino irracional, puede destruirse. El racionalismo, se dice, lleva en su vientre un anhelo de destrucción de la disidencia.

En el siglo XX revienta la identidad metafísica y, por el contrario, se exalta el valor intrínseco de la Diferencia, de lo otro. Al hombre civilizado, blanco, heterosexual, burgués, le suceden la mujer y el niño, los pueblos coloniales e indígenas del Tercer Mundo, la homosexualidad, las clases medias y proletarias. Todos estos grupos eran la diferencia postergada durante siglos por la identidad mayoritaria, eran minorías. La revolución proletaria, la revolución feminista, la descolonización, el movimiento contrario a la discriminación racial, la revolución sexual proclaman ahora la soberanía de las minorías, lo que, todo anudado en una trenza social, da lugar al pluralismo cultural y étnico que caracteriza nuestra época.

El desarrollo de los nacionalismos contemporáneos es también expresión de la actualidad de la diferencia. Los Estados modernos nacieron en el Renacimiento cuando el Rey, con ayuda de la burguesía, logró sacudirse, por abajo, los feudalismos de señores y el cosmos de privilegios aristocráticos y, por arriba, el manto del Sacro Imperio. Tras el apogeo de las naciones soberanas en la modernidad, la actual crisis del Estado genera nuevamente, por arriba, las uniones transnacionales o internacionales y, por abajo, los nacionalismo regionales. El nacionalismo es, en efecto, una diferencia que sólo tiene razón de ser sobre el fondo de una identidad previa a la que se opone dialécticamente.

Mientras que las dos primeras tendencias prolongan la hegemonía de la identidad, la Diferencia asume una función revolucionaria-crítica. El aguijón de su permanente protesta sacude nuestro tedio y preserva nuestra individualidad de su de otro modo inevitable disolución en el anchuroso océano de lo idéntico. Ahora bien, no rara vez los movimientos sociales que promueven la Diferencia alcanzan tales proporciones y tal poder político que la crítica se torna ortodoxia igualmente radical, en la que con frecuencia anidan fuertes dosis de intolerancia y resentimiento. He aquí, al tornasol, las tres tendencias prometidas. Si tuviera que volver a escribir hoy el fragmento 216 del Athenäum, propondría esta redacción: "La caída del muro de Berlín, Internet y la Diferencia son las grandes tendencias de 1a época". Como se ve, ninguna de ellas es un libro.

Javier Gomá Lanzón es letrado del Consejo de Estado.

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